versos del poeta Miguel de Cervantes:
Vanny Buren, tan escondida
Query no te senty venny
Pork and pleasure delly morry
Nommy, torny, darry, widdy!
Pero ya un nuevo horror se presentaba, capaz de conmover los nervios más templados.
A causa de la cruel presión de la máquina, mis ojos se estaban saliendo de las órbitas.
Mientras pensaba cómo podría arreglármelas sin su ayuda, uno de ellos saltó de mi cabeza
y, rodando por el empinado frente del campanario, se alojó en un caño de desagüe que
corría por el alero del edificio. La pérdida del ojo no fue tan terrible como el insolente aire
de independencia y desprecio con que me siguió mirando cuando estuvo fuera. Allí estaba,
en la canaleta, debajo de mis narices, y los aires que se daba hubieran sido ridículos de no
resultar repugnantes. Jamás se vieron guiñadas y bizqueos semejantes. Esta conducta por
parte de mi ojo en la canaleta no sólo era irritante por su manifiesta insolencia y vergonzosa
ingratitud, sino que resultaba sumamente incómoda a causa de la simpatía siempre existente
entre los dos ojos de la cara, por más alejados que se hallen uno del otro. Me veía, pues,
obligada a guiñar y bizquear, me gustara o no, en exacta correspondencia con aquel objeto
depravado que yacía debajo de mis narices. Pero pronto me alivió la caída de mi otro ojo, el
cual siguió la dirección del primero (probablemente se habían puesto de acuerdo), y ambos
desaparecieron por la canaleta, con gran alegría de mi parte.
La aguja del reloj se hallaba ahora cuatro pulgadas y media dentro de mi cuello y sólo
quedaba por cortar un pedacito de piel. Mis sensaciones eran las de una perfecta felicidad,
pues comprendía que en pocos minutos a lo sumo me vería libre de tan desagradable
situación. Y no me vi defraudada en mi expectativa. Exactamente a las cinco y veinticinco
de la tarde el pesado minutero avanzó lo suficiente en su terrible revolución para dividir el
trocito de cuello faltante. No lamenté ver que mi cabeza, causa de tantas preocupaciones,
terminaba por separarse completamente del cuerpo. Primero rodó por el frente del
campanario, detúvose unos segundos en el caño de desagüe y, finalmente, se precipitó al
medio de la calle.
Confieso honestamente que mis sentimientos eran ahora de lo más singulares; aún más,
misteriosos, desconcertantes e incomprensibles. Mis sentidos estaban aquí y allá en el
mismo momento. Con la cabeza imaginaba en un momento dado que yo, la cabeza, era la
verdadera Signora Psyche Zenobia; pero en seguida me convencía de que yo, el cuerpo, era
la persona antedicha. Para aclarar mis ideas al respecto tanteé en mi bolsillo buscando mi
cajita de rapé, pero al encontrarla y tratar de llevarme una pizca de su grato contenido a la
parte habitual de mi persona, advertí inmediatamente la falta de la misma y arrojé la caja a
mi cabeza, la cual tomó un polvo con gran satisfacción y me dirigió una sonrisa de
reconocimiento. Poco más tarde, se puso a hablarme, pero como me faltaban los oídos
escuché muy mal lo que me decía. Alcancé a comprender lo suficiente, sin embargo, para
darme cuenta de que la cabeza estaba sumamente extrañada de que yo deseara seguir
viviendo bajo tales circunstancias. En sus frases finales citó las nobles palabras de Ariosto:
Il pover hommy che non sera corty
Andaba combattendo y erry morty,