comparándome así con el héroe que, en el calor del combate, no se daba cuenta de que
ya estaba muerto y seguía luchando con inextinguible valor. Ya nada me impedía descender
de mi elevación, y así lo hice. Jamás he podido saber qué vio de particular Pompeyo en mi
apariencia. Abrió la boca de oreja a oreja y cerró los ojos como si quisiera partir nueces con
los párpados. Finalmente, arrojando su gabán, dio un salto hasta la escalera y desapareció.
Vociferé tras del villano aquellas vehementes palabras de Demóstenes:
Andrew O’Phlegethon, qué pálido que estás,
y me volví hacia la muy querida de mi corazón, la del único ojo a la vista, la lanudísima
«Diana». ¡Ay! ¿Qué horrible visión me esperaba? ¿Vi realmente a una rata que se volvía a
su cueva? ¿Y eran estos huesos los del desdichado angelillo, cruelmente devorado por el
monstruo? ¡Oh dioses! ¡Qué contemplo! ¿Es ése el espíritu, la sombra, el fantasma de mi
amada perrita, que diviso allí sentado en el rincón con melancólica gracia? ¡Escuchad, pues
habla y, cielos... habla en el alemán de Schiller!:
Unt stubby duk, so stubby dun
Duk she! Duk she!
¡Ay! ¡Cuan verdaderas sus palabras!
Y si he muerto, al menos he muerto
Por ti... por ti.
¡Dulce criatura! ¡También ella se ha sacrificado por mí! Sin perra, sin negro, sin
cabeza, ¿qué queda ahora de la infeliz Signora Psyche Zenobia? ¡Ay, nada! He terminado.