contemplación.
Minutos más tarde me arrancó del mismo la voz de Pompeyo, declarando que no podía
sostenerme más y pidiéndome que tuviera la gentileza de bajar. Esto me pareció poco
razonable y así se lo dije mediante un discurso de cierta duración. Replicóme con una
evidente tergiversación de mis ideas al respecto. Enojéme en consecuencia y le dije lisa y
llanamente que era un estúpido, que había cometido una ignorancia del elenco, que sus
nociones eran meros insomnios del jueves y que sus palabras apenas valían más que una
mona verbosa. Con esto pareció convencido y reanudé mi contemplación.
Habría pasado media hora de este altercado, cuando, absorta como me hallaba en el
celestial escenario ofrecido a mis ojos, me sobresaltó la sensación de algo sumamente frío
que se posaba suavemente en mi nuca. Inútil decir que me sentí sobremanera alarmada.
Sabía que Pompeyo se hallaba bajo mis pies y que Diana seguía sentada sobre las patas
traseras en un rincón del campanario, de acuerdo con mis instrucciones explícitas. ¿Qué
podía entonces ser? ¡Ay, no tardé en descubrirlo! Girando suavemente a un lado la cabeza,
percibí para mi extremo horror que el enorme, resplandeciente, cimitarresco minutero del
reloj había descendido en el curso de su revolución horaria hasta posarse en mi cuello.
Comprendí que no debía perder un segundo. Me eché hacia atrás... pero era demasiado
tarde. Imposible pasar la cabeza por la boca de aquella terrible trampa en la que había caído
tan desprevenidamente, y que se hacía más y más angosta con una rapidez demasiado
horrenda para ser concebida. La agonía de aquellos instantes no puede imaginarse. Alcé las
manos, luchando con todas mis fuerzas para levantar aquella pesadísima barra de hierro.
Hubiera sido lo mismo tratar de alzar la catedral. Más, más y más bajaba, cada vez más
cerca, más cerca. Grité para que Pompeyo me auxiliara, pero me contestó que había herido
sus sentimientos al llamarlo un ignorante verboso. Clamé el nombre de Diana, que sólo me
contestó «bow-bow-bow», agregando que le había mandado que no se saliera del rincón.
No tenía, pues, que esperar socorro de mis compañeros.
Entretanto la pesada y terrífica guadaña del tiempo (pues ahora descubría el valor
literal de la clásica frase) no se había detenido ni parecía dispuesta a hacerlo. Continuaba
bajando más y más. Había ya hundido su filoso borde en mi cuello, penetrando más de una
pulgada, y mis sensaciones se tornaron indistintas y confusas. En un momento dado me creí
en Filadelfia, con el majestuoso Dr. Moneypenny, y en otro me vi en el estudio de Mr.
Blackwood, recibiendo sus impagables instrucciones. Y luego me invadió el dulce recuerdo
de tiempos pasados y mejores, y pensé en la época feliz, cuando el mundo no era un
desierto, ni Pompeyo tan cruel.
El tic-tac de la máquina me divertía. Digo que me divertía, pues mis sensaciones
bordeaban ahora la perfecta felicidad, y las más triviales circunstancias me proporcionaban
vivo placer. El eterno tic-tac, tic-tac, tic-tac del reloj era la más melodiosa de las músicas en
mis oídos y llegaba a recordarme las graciosas arengas y sermones del Dr. Ollapod. Y
luego estaban los grandes números en la esfera del reloj... ¡Cuán inteligentes, cuan
intelectuales parecían! Muy pronto empezaron a bailar una mazurca y me pareció que el
número V era quien lo hacía más a mi gusto. No cabía duda de que era una dama bien
educada. Nada de fanfarronería, nada de indelicado en sus movimientos. Hacía la pirueta
admirablemente, girando como un torbellino sobre su eje. Me esforcé por alcanzarle una
silla, pues parecía fatigada por el esfuerzo... y sólo entonces recobré la conciencia de mi
lamentable situación. ¡Oh, cuán lamentable! La aguja se había introducido dos pulgadas
más en mi cuello. Nació en mí una sensación de dolor exquisito. Rogué que la muerte
llegara y en la agonía de aquel momento no pude impedirme repetir aquellos admirables