Caído está el gabán y uno de los pies de Pompeyo se enreda en el largo faldón que arrastra
en la escalera. La consecuencia era inevitable: Pompeyo se tambaleó y cayó. Cayó hacia
adelante y su maldita cabeza me golpeó en medio del... del pecho, precipitándome boca
abajo, conjuntamente con él, sobre el duro, sucio y detestable piso del campanario. Pero mi
venganza fue segura, repentina y completa. Aferrándolo furiosamente con ambas manos
por la lanuda cabellera, le arranqué gran cantidad de negro, matoso y rizado elemento, que
arrojé lejos de mí con todas las señales del desdén. Cayó entre las cuerdas del campanario y
allí permaneció. Levantóse Pompeyo sin decir palabra. Pero me miró lamentablemente con
sus grandes ojos y... suspiró. ¡Oh, dioses... ese suspiro! ¡Cómo se hundió en mi corazón! ¡Y
el cabello... la lana! De haber podido recogerla la hubiese bañado con mis lágrimas en
prueba de arrepentimiento. Pero, ¡ay!, hallábase lejos de mi alcance. Y, mientras se
balanceaba entre el cordaje de la campana, me pareció que estaba viva. Me pareció que se
estremecía de indignación. Así es como el epicentro Flos Aeris, de Java, produce una
hermosa flor cuando se la arranca de raíz. Los nativos la cuelgan del techo con una soga y
gozan durante años de su fragancia.
Nuestra querella había terminado y buscamos una abertura por la cual contemplar la
ciudad de Edina. No había ninguna ventana. La única luz admitida en aquella lúgubre
cámara procedía de una abertura cuadrada, de un pie de diámetro, situada a unos siete pies
de alto. Empero, ¿qué no emprenderá la energía del verdadero genio? Resolví encaramarme
hasta el agujero. Gran cantidad de ruedas, engranajes y otras maquinarias de aire cabalístico
aparecían junto al orificio, y a través del mismo pasaba un vastago de hierro procedente de
la maquinaria. Entre los engranajes y la pared quedaba apenas espacio para mi cuerpo; pero
estaba enérgicamente decidida a perseverar. Llamé a Pompeyo.
—¿Ves ese orificio, Pompeyo? Quiero mirar a través de él. Te pondrás exactamente
debajo... así. Ahora, Pompeyo, estira una mano y déjame poner el pie en ella... así. Ahora la
otra, Pompeyo, y en esta forma me treparé a tus hombros.
Hizo todo lo que le mandaba, y descubrí que, al enderezarme, podía pasar fácilmente la
cabeza y el cuello por la abertura. El panorama era sublime. Nada podía ser más magnífico.
Apenas si me detuve un instante para ordenar a Diana que se portara bien y asegurar a
Pompeyo que sería considerada y que pesaría lo menos posible sobre sus hombros. Le dije
que sería sumamente tierna para sus sentimientos... ossí tendre que biftec. Y, luego de
cumplir así con mi fiel amigo, me entregué con gran vivacidad y entusiasmo a gozar de la
escena que tan gentilmente se desplegaba ante mis ojos.
Empero, no me demoraré en este tema. No describiré la ciudad de Edimburgo. Todo el
mundo ha ido a la ciudad de Edimburgo. Todo el mundo ha ido a Edimburgo, la clásica
Edina. Me limitaré a los trascendentales detalles de mi lamentable aventura personal.
Después de haber satisfecho en alguna medida mi curiosidad sobre la extensión, topografía
y apariencia general de la ciudad, me quedó tiempo para observar la iglesia donde me
hallaba y la delicada arquitectura del campanario. Noté que la abertura por la cual había
sacado la cabeza era un orificio en la esfera de un gigantesco reloj y que, visto desde la
calle, debía parecer el que se usa en los viejos relojes franceses para darles cuerda. Sin
duda, su verdadero objeto era permitir que el encargado del reloj sacara por allí el brazo y
ajustara las agujas desde adentro. Noté asimismo con sorpresa el inmenso tamaño de dichas
agujas, la mayor de las cuales no tendría menos de diez pies de largo y ocho o nueve
pulgadas de ancho en su parte más cercana a mí. Parecían de un acero muy sólido y
sumamente afiladas. Luego de reparar en dichos detalles y otros más, dirigí nuevamente la
mirada hacia el glorioso panorama que se extendía allá abajo, y pronto quedé absorta en