Test Drive | Page 531

Había tres personas en nuestro grupo y dos de ellas han sido ya motivo de comentario. Queda la tercera... y esa persona era yo misma. Soy la Signora Psyche Zenobia. No soy Suky Snobbs. Mi aspecto es imponente. En la memorable ocasión de que hablo, hallábame ataviada con un traje de satén carmesí, que tenía un mantelet arábigo de color celeste. Y el vestido tenía guarnición de agraffas verdes, y los siete volantes del auricula, anaranjados. Constituía yo así el tercer miembro del grupo. Estaba la perrita de aguas. Estaba Pompeyo. Estaba yo. Éramos tres. Así es como se dice que en el comienzo sólo había tres Furias: Melaza, Mema y Hiede: la Meditación, la Memoria y el Violín. Apoyándome en el brazo del apuesto Pompeyo, y seguida a respetuosa distancia por Diana, recorrí una de las populosas y muy agradables calles de la ya desierta Edina. Repentinamente alzóse ante mi vista una iglesia, una catedral gótica: vasta, venerable, con un alto campanario que subía a los cielos. ¿Qué locura se posesionó de mí? ¿Por qué me precipité hacia mi destino? Me sentí dominada por el incontrolable deseo de escalar el vertiginoso pináculo y contemplar desde allí la inmensa extensión de la ciudad. La puerta de la catedral mostrábase incitantemente abierta. Mi destino prevaleció. Entré bajo la ominosa arcada. ¿Dónde estaba en ese momento mi ángel guardián, si en verdad tales ángeles existen? ¡Sí! ¡Angustioso monosílabo! ¡Qué mundo de misterio, y oscuro sentido, y duda, e incertidumbre envuelto en esas dos letras! ¡Entré bajo la ominosa arcada! Entré y, sin que mis auriculas anaranjadas sufrieran el menor daño, pasé el portal y emergí en el vestíbulo, tal como se afirma que el inmenso río Alfredo pasaba ileso y sin mojarse por debajo del mar. Creí que la escalera no terminaría jamás. Girando y subiendo, girando y subiendo, girando y subiendo, llegó un momento en que no pude dejar de sospechar, al igual que el sagaz Pompeyo, en cuyo robusto brazo me apoyaba con toda la confianza de los afectos tempranos...; sí, no pude dejar de sospechar que el extremo de aquella escalera en espiral había sido suprimido accidentalmente o a propósito. Me detuve para recobrar el aliento; y en ese instante ocurrió un accidente tan importante desde un punto de vista y asimismo metafísico, que no puedo dejar de mencionarlo. Parecióme... aunque en realidad estaba segura... ¡no podía engañarme, no!... que Diana, cuyos movimientos había yo observado ansiosamente... y repito que no podía engañarme..., que Diana había olido una rata. Llamé inmediatamente la atención de Pompeyo sobre el hecho y estuvo de acuerdo conmigo. No quedaba, pues, ningún lugar a dudas. La rata había sido olida... por Diana. ¡Cielos! ¿Olvidaré jamás la intensa excitación de aquel momento? ¡La rata... estaba allí... estaba en alguna parte! ¡Y Diana la había olido! Mientras que yo... no. Así también se dice que el iris de Prusia tiene para ciertas personas un perfume tan dulce como penetrante, mientras que para otras es completamente inodoro. La escalera había sido franqueada y sólo quedaban dos o tres peldaños entre nosotros y la cumbre. Seguimos subiendo, hasta que sólo faltaba un peldaño. ¡Un peldaño, un solo pequeño peldaño! Pero de un pequeño peldaño en la gran escalera de la vida humana, ¡qué vasta suma de felicidad o miseria depende! Pensé en mí misma, luego en Pompeyo, y luego en el misterioso e inexplicable destino que nos rodeaba. ¡Pensé en Pompeyo... ay, pensé en el amor! Pensé en los muchos pasos en falso que había dado y que volvería a dar. Resolví ser más cauta, más reservada. Solté el brazo de Pompeyo y, sin su ayuda, ascendí el peldaño faltante y gané el campanario. Mi perrita de aguas me siguió de inmediato. Sólo Pompeyo había quedado atrás. Acerquéme al nacimiento de la escalera y lo animé a que subiera. Tendió hacia mí la mano, pero infortunadamente se vio obligado a soltar el gabán que hasta entonces había sostenido firmemente. ¿Jamás cesar