cuidado, para que cada palabra quedase separada), arrojaba las tiras en la pimentera, donde
se hallaban las otras, ajustaba la tapa, daba una sacudida al recipiente y dejaba caer la
mezcla sobre el pliego engomado, donde no tardaba en pegarse. El efecto que lograba era
bellísimo de contemplar. Era cautivante. Por cierto que las reseñas que obtuve mediante
este simple expediente jamás han sido superadas y constituían el asombro del mundo. Al
principio, a causa de mi timidez (fruto de la inexperiencia), me sentí algo desconcertado por
cierta inconsistencia, cierto aire bizarre (como decimos en Francia) que presentaba la
composición. No todas las frases coincidían (como decimos en anglosajón). Muchas eran
sumamente sesgadas. Algunas estaban incluso patas arriba; y estas últimas sufrían siempre
en su eficacia a causa de dicho accidente, con excepción de los párrafos de Mr. Lewis
Clarke, los cuales eran tan vigorosos y robustos que no parecían perder nada por la posición
en que quedaban, sino que producían el mismo efecto satisfactorio y feliz de cabeza o de
pie.
Resulta un tanto difícil determinar lo que fue del director del Gad-Fly después de la
publicación de mi crítica sobre el «Aceite de Bob». La conclusión más razonable es que
lloró tanto que acabó por morirse. Sea como fuere, desapareció instantáneamente de la
superficie terrestre y nadie ha vuelto a saber nada de él.
Cumplida satisfactoriamente esta tarea y aplacadas las furias, me convertí de golpe en
el favorito de Mr. Crab. Me otorgó su confianza, me confirmó en mis funciones de Thomas
Hawk del Lollipop, y como, por el momento, no podía pagarme sueldo, me permitió que
usara a discreción de sus consejos.
—Querido Thingum —me dijo cierta noche después de cenar—. Respeto sus talentos y
lo amo como a un hijo. Será usted mi heredero. Cuando muera, le dejaré el Lollipop.
Entretanto, haré de usted un hombre... Lo prometo, siempre que siga mis consejos. La
primera cosa que debe hacer es quitarse de encima al viejo cargoso.
—¿A quién? —pregunté.
—A su padre.
—¡Ah! Comprendo lo de cargoso, en efecto.
—Tiene usted que hacer fortuna, Thingum —continuó Mr. Crab—, y su padre es como
una rueda de molino que lleva atada al cuello. Tenemos que cortarla inmediatamente.
Yo saqué el cuchillo.
—Debemos cortarla —agregó Mr. Crab— de una vez por todas y para siempre. Ese
viejo es una molestia. Bien pensado, debería usted darle de puntapiés o de bastonazos, o
algo por el estilo.
—¿Qué diría usted —sugerí modestamente— de darle primero los puntapiés, luego los
bastonazos y terminar retorciéndole la nariz?
Mr. Crab me miró pensativamente unos instantes y luego contestó:
—Pienso, señor Bob, que lo que usted propone es precisamente lo que se requiere, y
que está muy bien hasta cierto punto; pero los barberos son gentes difíciles de pelar, y por
eso me parece que, después de cumplir con Thomas Bob las operaciones sugeridas, sería
aconsejable que procediera a ponerle los ojos negros a puñetazos, de manera tan cuidadosa
como completa, a fin de que no pueda volver a verlo a usted en los paseos de moda. Luego
de esto, no creo que sea necesario nada más. De todos modos... bien podría revolearlo una o
dos veces en el arroyo y confiarlo luego al cuidado de la policía. A la mañana siguiente
bastará con que se presente a la comisaría y denuncie que se trata de un asalto.
Me sentí sumamente emocionado por los amables sentimientos hacia mi persona que se
traslucían en el excelente consejo de Mr. Crab, y no dejé de llevarlo inmediatamente a la