Test Drive | Page 500

siempre había tenido bastante con el mío propio... Al ocurrirme eso me encontré con Blab en la esquina... pero no me dio la menor posibilidad de decir una palabra... imposible deslizar una sola sílaba... Naturalmente, fui víctima de un ataque epiléptico... Blab salió huyendo... ¡Los muy estúpidos! Creyeron que había muerto y me metieron aquí... ¡Vaya hato de imbéciles! En cuanto a usted, he oído todo lo que ha dicho... y cada palabra es una mentira... ¡Horrible, espantoso, ultrajante, atroz, incomprensible...! Etcétera, etcétera, etcétera... Imposible concebir mi estupefacción ante tan inesperado discurso, y la alegría que sentí poco a poco al irme convenciendo de que el aliento tan afortunadamente capturado por aquel caballero (que no era otro que mi vecino Alientolargo) era precisamente el que yo había perdido durante mi conversación con mi mujer. El tiempo, el lugar y las circunstancias lo confirmaban sin lugar a dudas. Pero de todas maneras no solté mi mano de la nariz de Mr. Alientolargo, por lo menos durante el largo período durante el cual el inventor de los álamos de Lombardía siguió favoreciéndome con sus explicaciones. Obraba en este sentido con la habitual prudencia que siempre constituyó mi rasgo dominante. Reflexioné que grandes obstáculos se amontonaban en el camino de mi salvación, y que sólo con grandísimas dificultades podría superarlos. Muchas personas, bien lo sabía, estiman las cosas que poseen —por más insignificantes que sean para ellas, y aun molestas o incómodas— en razón directa de las ventajas que obtendrían otras personas si las consiguieran. ¿No sería éste el caso con Mister Alientolargo? Si me mostraba ansioso por ese aliento que tan dispuesto se mostraba a abandonar, ¿no me convertiría en una víctima de las extorsiones de su avaricia? Ha H