siempre había tenido bastante con el mío propio... Al ocurrirme eso me encontré con Blab
en la esquina... pero no me dio la menor posibilidad de decir una palabra... imposible
deslizar una sola sílaba... Naturalmente, fui víctima de un ataque epiléptico... Blab salió
huyendo... ¡Los muy estúpidos! Creyeron que había muerto y me metieron aquí... ¡Vaya
hato de imbéciles! En cuanto a usted, he oído todo lo que ha dicho... y cada palabra es una
mentira... ¡Horrible, espantoso, ultrajante, atroz, incomprensible...! Etcétera, etcétera,
etcétera...
Imposible concebir mi estupefacción ante tan inesperado discurso, y la alegría que sentí
poco a poco al irme convenciendo de que el aliento tan afortunadamente capturado por
aquel caballero (que no era otro que mi vecino Alientolargo) era precisamente el que yo
había perdido durante mi conversación con mi mujer. El tiempo, el lugar y las
circunstancias lo confirmaban sin lugar a dudas. Pero de todas maneras no solté mi mano de
la nariz de Mr. Alientolargo, por lo menos durante el largo período durante el cual el
inventor de los álamos de Lombardía siguió favoreciéndome con sus explicaciones.
Obraba en este sentido con la habitual prudencia que siempre constituyó mi rasgo
dominante. Reflexioné que grandes obstáculos se amontonaban en el camino de mi
salvación, y que sólo con grandísimas dificultades podría superarlos. Muchas personas,
bien lo sabía, estiman las cosas que poseen —por más insignificantes que sean para ellas, y
aun molestas o incómodas— en razón directa de las ventajas que obtendrían otras personas
si las consiguieran. ¿No sería éste el caso con Mister Alientolargo? Si me mostraba ansioso
por ese aliento que tan dispuesto se mostraba a abandonar, ¿no me convertiría en una
víctima de las extorsiones de su avaricia? Ha H