mismo tiempo involucran a una tercera persona cuyo resentimiento no tengo el menor
interés en padecer en este momento.
No tardamos mucho, después de aquella transacción, en escaparnos de las mazmorras
del sepulcro. Las fuerzas unidas de nuestras resucitadas voces fueron muy pronto oídas
desde afuera. Tijeras, el director de un periódico centralista, aprovechó para publicar de
nuevo su tratado sobre «la naturaleza y origen de los sonidos subterráneos». Una réplicarefutación-respuesta-justificación no tardó en aparecer en las columnas de un diario
democrático. Abriéronse las puertas de la bóveda para liquidar la controversia, y la
aparición de Mr. Alientolargo y mía probó a ambas partes que estaban igualmente
equivocadas.
No puedo determinar estos detalles sobre algunos pasajes singulares de una vida
bastante memorable, sin llamar otra vez la atención del lector acerca de los méritos de esa
filosofía sin distinciones que sirve de seguro escudo contra los dardos de la calamidad que
no alcanzan a verse, sentirse ni comprenderse. Está en el espíritu de esta sabiduría la
creencia, entre los antiguos hebreos, de que las puertas del cielo se abrirían inevitablemente
para aquel pecador o santo que, con buenos pulmones y lleno de confianza, vociferaba la
palabra «¡Amén!». Y se halla también dentro del espíritu de esa sabiduría el que, durante la
gran plaga que asolaba Atenas, y luego que se agotaron todos los medios para alejarla,
Epiménides —como relata Laercio en su segundo libro sobre el filósofo— aconsejara la
erección de un santuario y un templo «al Dios apropiado».