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suficiente para indemnizarlo de cualquier pequeño trabajo que se tomara por mí, y, luego de mandar llamar a un médico conocido, me confió a su cuidado conjuntamente con una cuenta y recibo por diez dólares. El comprador me llevó a su casa y se puso a trabajar inmediatamente sobre mi persona. Comenzó por cortarme las orejas; pero al hacerlo descubrió ciertos signos de vida. Mandó entonces llamar a un farmacéutico vecino, para consultarlo en la emergencia. Pero en el ínterin, y por si sus sospechas sobre mi existencia resultaban exactas, me hizo una incisión en el estómago y me extrajo varias visceras para disecarlas privadamente. El farmacéutico tendía a creer que yo estaba muerto. Traté de refutar su idea pateando y saltando con todas mis fuerzas, mientras me contorsionaba furiosamente, ya que las operaciones del cirujano me habían devuelto los sentidos. Pero ello fue atribuido a los efectos de una nueva batería galvánica con la cual el farmacéutico, que era hombre informado, efectuó diversos experimentos que no pudieron dejar de interesarme, dada la participación personal que tenía en ellos. Lo que más me mortificaba, sin embargo, era que todos mis intentos por entablar conversación fracasaban, al punto de que ni siquiera conseguía abrir la boca; imposible contestar, pues, a ciertas ingeniosas pero fantásticas teorías que, bajo otras circunstancias, mis detallados conocimientos de la patología hipocrática me habrían permitido refutar fácilmente. Dado que le era imposible llegar a una conclusión, el cirujano decidió dejarme en paz hasta un nuevo examen. Fui llevado a una buhardilla, y luego que la esposa del médico me hubo vestido con calzoncillos y calcetines, su marido me ató las manos y me sujetó las mandíbulas con un pañuelo, cerrando la puerta por fuera antes de irse a cenar, y dejándome entregado al silencio y a la meditación. Descubrí entonces con inmenso deleite que, de no haber tenido atada la boca con el pañuelo, hubiese podido hablar. Consolándome con esta ref