tragedia de Metamora103. Había recordado felizmente que en este drama, o por lo menos en
las partes correspondientes a su héroe, los tonos de voz que había perdido eran
completamente innecesarios, pues todo el recitado debía hacerse con una profunda voz
gutural.
Practiqué algún tiempo mi texto en los bordes de un concurrido pantano, aunque sin
acudir a procedimientos similares a los de Demóstenes, sino a un método absoluta y
especialmente mío. Así eficazmente armado decidí hacer creer a mi esposa que me había
apasionado súbitamente por el teatro. Tuve un éxito que puede considerarse milagroso; a
cada pregunta o sugestión que me hacía le contestaba (con una voz sepulcral y en un todo
semejante al croar de una rana) declamando algún pasaje de la tragedia; por lo demás, no
tardé en observar con grandísimo placer que dichos pasajes se aplicaban igualmente bien a
cualquier tema. No debe suponerse, además, que al proceder al recitado de dichos pasajes
dejaba yo de mirar de través, exhibir mis dientes, entrechocar las rodillas, patear el piso, o
hacer cualquiera de esas innominables gracias que constituyen justamente las características
de un trágico popular. Ni que decir tiene que todo el mundo hablaba de ponerme una
camisa de fuerza; pero, ¡gracias a Dios!, jamás sospecharon que había perdido el aliento.
Puestos por fin en orden mis asuntos, ocupé una mañana temprano mi asiento en la
diligencia de N..., dando a entender a mis relaciones que en aquella ciudad me aguardaban
asuntos de máxima importancia.
La diligencia estaba atestada de pasajeros, pero a la débil luz del amanecer no podía
distinguir los rasgos de mis compañeros. Sin hacer mayor resistencia me dejé ubicar entre
dos caballeros de colosales dimensiones, mientras un tercero, aún más grande, pedía
disculpas por la libertad que iba a tomarse y se instalaba sobre mí cuan largo era,
quedándose dormido en un instante ahogando mis guturales clamores de socorro con unos
ronquidos que hubieran hecho sonrojar a los bramidos del toro de Falaris. Felizmente el
estado de mis facultades respiratorias eliminaba todo riesgo de sofocación.
Cuando fue día claro y nos acercábamos a los suburbios de la ciudad, mi atormentador
se levantó y, mientras se ajustaba el cuello, me dio cortésmente las gracias por mi gentileza.
Viendo que yo permanecía inmóvil (pues tenía todos los miembros dislocados y la cabeza
torcida hacia un lado), se sintió un tanto preocupado; despertando al resto de los pasajeros,
les dijo de manera muy decidida que, en su opinión, durante la noche les habían endilgado
un cadáver pretendiendo que se trataba de otro pasajero, y me hundió un dedo en el ojo
derecho como demostración de lo que estaba sosteniendo.
En vista de ello, el resto de los pasajeros (que eran nueve) consideraron su deber
tirarme sucesivamente de las orejas. Un mediquillo joven me aplicó un espejo a los labios
y, al descubrir que me faltaba el aliento, declaró que las afirmaciones de mi atormentador
eran rigurosamente ciertas; por lo cual los viajeros manifestaron que no estaban dispuestos
a tolerar mansamente semejantes imposiciones en el futuro, y que, en cuanto al presente, no
seguirían en compañía de un cadáver.
Dicho esto, y mientras pasábamos delante de la taberna del Cuervo, me arrojaron de la
diligencia sin sufrir otro accidente que la ruptura de ambos brazos aplastados por la rueda
trasera izquierda del vehículo. Diré, además, en homenaje al cochero, que no dejó de
tirarme también el más pesado de mis baúles, que desdichadamente me cayó en la cabeza,
fracturándomela de manera tan interesante cuanto extraordinaria.
El posadero del Cuervo, que era hombre hospitalario, descubrió que mi baúl contenía lo
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Metamora, o El último de los Wampanoags, tragedia de J. A. Stone. (N. del T.)