mi esposa, había considerado como totalmente perdida, sólo se hallaba parcialmente
afectada; noté también que, si en aquella interesante crisis hubiera bajado mi voz a un tono
profundamente gutural, habría podido continuar comunicándole mis sentimientos; en
efecto, este tono de voz (el gutural) no depende de la corriente de aire del aliento, sino de
cierta acción espasmódica de los músculos de la garganta.
Dejándome caer en una silla, permanecí algún tiempo sumido en meditación. Ni que
decir que mis reflexiones distaban de ser consoladoras. Mil vagas y lacrimosas fantasías se
posesionaban de mi alma, y la idea del suicidio llegó a cruzar por mi mente. Pero la
perversidad de la naturaleza humana se caracteriza por rechazar lo obvio y lo fácil,
prefiriendo lo distante y lo equívoco. Me estremecía, pues, al pensar en el suicidio como en
la más terrible de las atrocidades, mientras mi gato ronroneaba con todas sus fuerzas sobre
la alfombra, y el perro de aguas suspiraba fatigosamente bajo la mesa, jactándose ambos de
la fuerza de sus pulmones y burlándose con toda evidencia de mi incapacidad respiratoria.
Oprimido por un mar de vagos temores y esperanzas oí finalmente los pasos de mi
mujer que bajaba la escalera. Seguro de su ausencia, volví con el corazón palpitante a la
escena de mi desastre.
Cerrando cuidadosamente la puerta, inicié una minuciosa búsqueda. Era posible que el
objeto de mis afanes estuviera escondido en algún sombrío rincón, o agazapado en algún
armario o cajón. Podía tener quizá una forma tangible o vaporosa. La mayoría de los
filósofos son muy poco filosóficos sobre diversos puntos de la filosofía. Empero, en su
Mandeville, William Godwin sostiene que «las cosas invisibles son las únicas realidades»,
y se admitirá que esto merece tenerse en cuenta. Me agradaría que el lector sensato
reflexionara antes de pensar que tales aseveraciones exceden lo absurdo. Se recordará que
Anaxágoras sostenía que la nieve era negra, y desde este episodio estoy convencido de que
tenía razón.
Larga y cuidadosamente seguí buscando, pero la despreciable recompensa de tanta
industria y perseverancia resultó ser tan sólo una dentadura postiza, un par de caderillas, un
ojo y cantidad de billets-doux dirigidos por Mr. Alientolargo a mi esposa. Aprovecho para
hacer notar que esta confirmación de la parcialidad de mi esposa hacia Mr. Alientolargo me
preocupaba muy poco. El hecho de que Mrs. Faltaliento admirara a alguien tan distinto de
mí era un mal tan natural como necesario. Bien sabido es que poseo una apariencia
corpulenta y robusta, pero que mi estatura está por debajo de la normal. No hay que
maravillarse, pues, de que la delgadez como de palo de mi conocido, y su estatura, que se
ha vuelto proverbial, mereciera la más natural de las admiraciones por parte de Mrs.
Faltaliento. Pero volvamos a nuestro tema.
Como he dicho, mis esfuerzos resultaron inútiles. Vanamente revisé armario tras
armario, cajón tras cajón, hueco tras hueco. Hubo un momento en que me sentí casi seguro
de mi presa, cuando al revolver en una caja de tocador volqué accidentalmente una botella
de aceite de Arcángeles de Grandjean —que, como perfume agradable, me tomo la libertad
de recomendar.
Con el corazón lleno de pena me volví a mi boudoir a fin de discurrir algún método que
burlara la astucia de mi esposa; necesitaba ganar tiempo para completar mis preparativos de
viaje, pues estaba dispuesto a abandonar el país. En una nación extranjera, desconocido,
tenía algunas probabilidades de ocultar mi desdichada calamidad —calamidad aún más
propia que la miseria para privarme de la estimación general y provocar con mi miserable
persona la bien merecida indignación de los virtuosos y los felices—. No vacilé mucho
tiempo. Como estaba dotado de una natural aptitud, me aprendí íntegramente de memoria la