revista trimestral que se quedó estupefacta a causa de la expresión «¡Disparates!»; se
comprenderá, pues, que no me avergoncé de volverme a Mr. Dammit en busca de ayuda.
—Dammit —dije—, ¿qué estás haciendo? ¿No oyes? Este caballero dice «¡hola!»
Y lo miré severamente a tiempo que le hablaba. Porque si he de decir la verdad, me
sentía especialmente perplejo, y cuando un hombre está especialmente perplejo debe fruncir
el ceño y tomar un aire salvaje, pues de lo contrario es seguro que pondrá cara de estúpido
—Dammit —continué, aunque esta repetición del nombre empezaba a parecerse a un
juramento, cosa que estaba muy lejos de mis intenciones102—. Dammit —agregué—, este
caballero ha dicho «¡hola!»
No tengo intención de sostener que mi observación era profunda, pero he notado que el
efecto de nuestras palabras no siempre está de acuerdo con la importancia que tienen para
nosotros. Si hubiera hecho estallar una bomba a los pies de Mr. Dammit, o le hubiese
golpeado en la cabeza con los Poetas y Poesías de Norteamérica, no lo hubiera visto tan
trastornado como cuando me dirigí a él con aquellas simples palabras: «¡Dammit! ¿Qué
estás haciendo? ¿No oyes? Este caballero dice ¡hola!»
—¡No me digas! —jadeó por fin, después de pasar por más colores que los que
enarbola sucesivamente un barco pirata cuando se ve perseguido por otro de guerra—.
¿Estás seguro de que dijo eso? En fin, de todas maneras ya estoy pronto, y lo mejor es
poner al mal tiempo buena cara. Ahí va, pues... ¡Hola!
Al oír esto el diminuto caballero pareció muy complacido, Dios sabe por qué. Saliendo
del hueco que había ocupado hasta entonces, avanzó cojeando con un aire muy gentil y
estrechó la mano de Dammit, mientras lo miraba en la cara con el más auténtico aire de
bondad que pueda imaginar un ser humano.
—Estoy absolutamente seguro de que usted ganará, Dammit —dijo con una sonrisa
llena de franqueza—. Pero, de todos modos, tenemos que hacer una prueba, aunque no sea
más que por mera formalidad.
—¡Hola! —repitió mi amigo, quitándose la chaqueta con un profundo suspiro, atándose
un pañuelo de bolsillo a la cintura y modificando indescriptiblemente su expresión al
revolver los ojos y dejar caer las comisuras de la boca—. ¡Hola! —agregó, repitiendo la
palabra después de una pausa. Y desde ese instante no le oí pronunciar ninguna otra que no
fuese el consabido «¡hola!».
«Pues bien —me dije—, he aquí un silencio bastante notable por parte de Toby
Dammit, y sin duda es consecuencia de toda su verbosidad anterior. Un extremo induce al
otro. Me pregunto si se habrá olvidado de las numerosas preguntas que me hizo con tanta
fluidez el día en que le propiné mi última conferencia. De todas maneras parece que se ha
curado del trascendentalismo.»
—¡Hola! —prorrumpió Toby, como si hubiera estado leyendo en mis pensamientos, y
mirándome con la cara de una oveja decrépita en una pesadilla.
El anciano caballero lo tomó del brazo y lo condujo un trecho hacia el interior del
puente, a cierta distancia del molinete.
—Estimado amigo —dijo—, considero mi deber concederle todo este terreno para
tomar impulso. Espere aquí, mientras me instalo junto al molinete a fin de verificar si usted
lo salta elegante y trascendentalmente, sin omitir ninguno de los movimientos de una buena
pirueta. Pura formalidad, por supuesto. Diré «una, dos, tres... ¡vamos!». Tenga buen
cuidado de no arrancar hasta oír el «vamos».
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Damn it, ¡maldito sea! (N. del T.)