Colocóse al lado del molinete, hizo una pausa como si se sumiera en profunda
reflexión, luego miró hacia arriba y, según me pareció, sonrióse ligeramente, tras lo cual se
ajustó las cintas del delantal, observó largamente a Dammit y, finalmente, dio la orden
convenida:
—¡Una... dos... tres... y... vamos!
Exactamente al oírse la última palabra mi pobre amigo se lanzó a la carrera. Su estilo
no era tan excelente como el de Mr. Lord, pero tampoco tan malo como el de los críticos de
Mr. Lord; de