agudos, y los otros dos, por consiguiente, obtusos. La horrible diferencia se acentuaba
rápidamente, con un resonar profundo y quejumbroso. En un instante el calabozo cambió su
forma por la de un rombo. Pero el cambio no se detuvo allí, y yo no esperaba ni deseaba
que se detuviera. Podría haber pegado mi pecho a las rojas paredes, como si fueran
vestiduras de eterna paz. «¡La muerte!» —clamé—. «¡Cualquier muerte, menos la del
pozo!» ¡Insensato! ¿Acaso no era evidente que aquellos hierros al rojo tenían por objeto
precipitarme en el pozo? ¿Podría acaso resistir su fuego? Y si lo resistiera, ¿cómo
oponerme a su presión? El rombo se iba achatando más y más, con una rapidez que no me
dejaba tiempo para mirar. Su centro y, por tanto, su diámetro mayor llegaba ya sobre el
abierto abismo. Me eché hacia atrás, pero las movientes paredes me obligaban
irresistiblemente a avanzar. Por fin no hubo ya en el piso del calabozo ni una pulgada de
asidero para mi chamuscado y convulso cuerpo. Cesé de luchar, pero la agonía de mi alma
se expresó en un agudo, prolongado alarido final de desesperación. Sentí que me
tambaleaba al borde del pozo... Desvié la mirada...
¡Y oí un discordante clamoreo de voces humanas! ¡Resonó poderoso un toque de
trompetas! ¡Escuché un áspero chirriar semejante al de mil truenos! ¡Las terribles paredes
retrocedieron! Una mano tendida sujetó mi brazo en el instante en que, desmayado, me
precipitaba al abismo. Era la del general Lasalle. El ejército francés acababa de entrar en
Toledo. La Inquisición estaba en poder de sus enemigos.