extraño en lo alto de la colina del este. Semejante suceso atrajo, por supuesto, la atención
universal, y cada pequeño señor sentado en un sillón con asiento de cuero volvió uno de sus
ojos con asombrada consternación hacia el fenómeno, mientras mantenía el otro en el reloj
de la torre.
En el momento en que faltaban sólo tres minutos para mediodía se advirtió que el
singular objeto en cuestión era un joven muy diminuto con aire de extranjero. Descendía las
colinas a gran velocidad, de modo que todos tuvieron pronto oportunidad de mirarlo bien.
Era en verdad el personaje más precioso y más pequeño que jamás se hubiera visto en
Vondervotteimittiss. Su rostro mostraba un oscuro color tabaco y tenía una larga nariz
ganchuda, ojos como guisantes, una gran boca y una excelente hilera de dientes que parecía
deseoso de mostrar sonriendo de oreja a oreja. Entre los bigotes y las patillas no quedaba
nada del resto de su cara por ver. Llevaba la cabeza descubierta y el pelo cuidadosamente
rizado con papillotes. Constituía su traje una levita de faldones puntiagudos, de uno de
cuyos bolsillos colgaba la larga punta de un pañuelo blanco, pantalones de casimir negro,
medias negras y escarpines de punta mocha con grandes lazos de cinta de satén negra. Bajo
un brazo llevaba un gran chapeau-de-bras y bajo el otro un violín casi cinco veces más
grande que él. En la mano izquierda tenía una tabaquera de oro de la cual, mientras bajaba
la colina haciendo cabriolas y toda clase de piruetas fantásticas, aspiraba incesantemente
tabaco con el aire más satisfecho del mundo. ¡Santo Dios! ¡Qué espectáculo para los
honestos burgueses de Vondervotteimittiss!
Hablando francamente el individuo tenía, a pesar de su sonrisa, un aire audaz y
siniestro, y mientras corcoveaba derecho hacia la villa, el viejo aspecto de sus escarpines
mochos despertó no pocas sospechas, y más de un burgués que lo miraba aquel día hubiera
dado algo por atisbar debajo del pañuelo de algodón blanco que colgaba tan
importunamente del bolsillo de su levita puntiaguda. Pero lo que provocaba justa
indignación era que el picaro galancete, mientras daba aquí un paso de fandango, allí una
vuelta, no parecía tener la más remota idea de eso que se llama guardar el compás.
Las buenas gentes del pueblo apenas habían tenido tiempo de abrir por completo los
ojos cuando, faltando medio minuto para mediodía, el bribón se plantó de un salto en medio
de ellos, hizo un chassez aquí, un bala