también el reloj de su mujer—. ¡Uuna! —los relojes de los muchachos y los pequeños y
dorados relojitos de juguete en las colas del gato y el cerdo.
—¡Dos! —continuó la gran campana.
—¡Tos! —repitieron todos los relojes.
—¡Tres! ¡Cuatro! ¡Cinco! ¡Seis! ¡Siete! ¡Ocho! ¡Nueve! ¡Diez! —dijo la campana.
—¡Dres! ¡Cuatro! ¡Cingo! ¡Seis! ¡Siete! ¡Ocho! ¡Nuefe! ¡Tiez! —respondieron los
otros.
—¡Once! —dijo la grande.
—¡Once! —asintieron las pequeñas.
—¡Doce! —dijo la campana.
—¡Toce! —replicaron todos, perfectamente satisfechos, y dejando caer la voz.
—¡Y las toce son! —dijeron todos los viejos y pequeños señores, guardando sus
relojes. Pero el gran reloj todavía no había terminado con ellos.
—¡Trece! —dijo.
—¡Der Teufel! —boquearon los viejos y pequeños hombrecitos empalideciendo,
dejando caer la pipa y bajando todos la pierna derecha de la rodilla izquierda.
—¡Der Teufel! —gimieron—. ¡Drece! ¡Drece! ¡Mein Gott, son las drece!
¿Para qué intentar la descripción de la terrible escena que siguió? Todo
Vondervotteimittiss se sumió de inmediato en un lamentable estado de confusión.
—¿Qué le pasa a mi fiendre? —gimieron todos los muchachos—. ¡Ya tebo esdar
hambriento a esda hora!
—¿Qué le pasa a mi rebollo? —chillaron todas las mujeres—. ¡Ya tebe esdar deshecho
a esta hora!
—¿Qué le pasa a mi biba? —juraron los viejos y pequeños señores—. ¡Druenos y
cendellas! —y la llenaron de nuevo con rabia y, reclinándose en los sillones, aspiraron con
tanta rapidez y tanta furia que el valle entero se llenó inmediatamente de un humo
impenetrable.
Entretanto los repollos se pusieron muy rojos y parecía como si el viejo Belcebú en
persona se hubiese apoderado de todo lo que tuviera forma de reloj. Los relojes tallados en
los muebles empezaron a bailar como embrujados, mientras los de las chimeneas apenas
podían contenerse en su furia y se obstinaban en tal forma en dar las trece y en agitar y
menear los péndulos, que eran realmente horribles de ver. Pero lo peor de todo es que ni los
gatos ni los cerdos podían soportar más la conducta de los relojitos atados a sus colas, y lo
demostraban disparando por todas partes, arañando y arremetiendo, gritando y chillando,
aullando y berreando, arrojándose a las caras de las gentes, metiéndose debajo de las faldas
y creando el más horrible estrépito y la más abominable confusión que una persona
razonable pueda concebir. Y el pequeño y desvergonzado bribón de la torre hacía
evidentemente todo lo posible para tornar más afligentes las cosas. De vez en cuando podía
vérselo a través del humo. Estaba sentado en el campanario sobre el campanero, que yacía
tirado de espaldas. El bellaco sujetaba con los dientes la cuerda de la campana y la sacudía
continuamente con la cabeza, provocando tal estrépito que me zumban los oídos de sólo
pensarlo. Sobre su regazo descansaba el gran violín, y lo rascaba sin ritmo ni compás con
las dos manos, haciendo una gran parodia, ¡el badulaque! de «Judy O’Flannagan and Paddy
O’Rafferty».
Estando las cosas en esa lastimosa situación abandoné el lugar con disgusto, y ahora
apelo a todos los amantes de la hora exacta y del buen repollo agrio. Marchemos en masa a
la villa y restauremos el antiguo orden de cosas reinante en Vondervotteimittiss,