de una sola pieza. Mis ligaduras no estaban constituidas por cuerdas separadas. El primer
roce de la afiladísima media luna sobre cualquier porción de la banda bastaría para soltarla,
y con ayuda de mi mano izquierda podría desatarme del todo. Pero, ¡cuán terrible, en ese
caso, la proximidad del acero! ¡Cuán letal el resultado de la más leve lucha! Y luego, ¿era
verosímil que los esbirros del torturador no hubieran previsto y prevenido esa posibilidad?
¿Cabía pensar que la atadura cruzara mi pecho en el justo lugar por donde pasaría el
péndulo? Temeroso de descubrir que mi débil y, al parecer, postrera esperanza se frustraba,
levanté la cabeza lo bastante para distinguir con claridad mi pecho. El cíngulo envolvía mis
miembros y mi cuerpo en todas direcciones, salvo en el lugar por donde pasaría el
péndulo.
Apenas había dejado caer hacia atrás la cabeza cuando relampagueó en mi mente algo
que sólo puedo describir como la informe mitad de aquella idea de liberación a que he
aludido previamente y de la cual sólo una parte flotaba inciertamente en mi mente cuando
llevé la comida a mis ardientes labios. Mas ahora el pensamiento completo estaba presente,
débil, apenas sensato, apenas definido... pero entero. Inmediatamente, con la nerviosa
energía de la desesperación, procedí a ejecutarlo.
Durante horas y horas, cantidad de ratas habían pululado en la vecindad inmediata del
armazón de madera sobre el cual me hallaba. Aquellas ratas eran salvajes, audaces,
famélicas; sus rojas pupilas me miraban centelleantes, como si esperaran verme inmóvil
para convertirme en su presa. «¿A qué alimento —pensé— las han acostumbrado en el
pozo?» A pesar de todos mis esfuerzos por impedirlo, ya habían devorado el contenido del
plato, salvo unas pocas sobras. Mi mano se había agitado como un abanico sobre el plato;
pero, a la larga, la regularidad del movimiento le hizo perder su efecto. En su voracidad, las
odiosas bestias me clavaban sus afiladas garras en los dedos. Tomando los fragmentos de la
aceitosa y especiada carne que quedaba en el plato, froté con ellos mis ataduras allí donde
era posible alcanzarlas, y después, apartando mi mano del suelo, permanecí completamente
inmóvil, conteniendo el aliento.
Los hambrientos animales se sintieron primeramente aterrados y sorprendidos por el
cambio... la cesación de movimiento. Retrocedieron llenos de alarma, y muchos se
refugiaron en el pozo. Pero esto no duró más que un momento. No en vano había yo
contado con su voracidad. Al observar que seguía sin moverme, una o dos de las mas
atrevidas saltaron al bastidor de madera y olfatearon el cíngulo. Esto fue como la señal para
que todas avanzaran. Salían del pozo, corriendo en renovados contingentes. Se colgaron de
la madera, corriendo por ella y saltaron a centenares sobre mi cuerpo. El acompasado
movimiento del péndulo no las molestaba para nada. Evitando sus golpes, se precipitaban
sobre las untadas ligaduras. Se apretaban, pululaban sobre mí en cantidades cada vez más
grandes. Se retorcían cerca de mi garganta; sus fríos hocicos buscaban mis labios. Yo me
sentía ahogar bajo su creciente peso; un asco para el cual no existe nombre en este mundo
llenaba mi pecho y helaba con su espesa viscosidad mi corazón. Un minuto más, sin
embargo, y la lucha terminaría. Con toda claridad percibí que las ataduras se aflojaban. Me
di cuenta de que debían de estar rotas en más de una parte. Pero, con una resolución que
excedía lo humano, me mantuve inmóvil.
No había errado en mis cálculos ni sufrido tanto en vano. Por fin, sentí que estaba libre.
El cíngulo colgaba en tiras a los lados de mi cuerpo. Pero ya el paso del péndulo alcanzaba
mi pecho. Había dividido la estameña de mi sayo y cortaba ahora la tela de la camisa. Dos
veces más pasó sobre mí, y un agudísimo dolor recorrió mis nervios. Pero el momento de
escapar había llegado. Apenas agité la mano, mis libertadoras huyeron en tumulto. Con un