vida noté que no se había producido ningún descenso perceptible del péndulo. Podía, sin
embargo, haber durado mucho, pues bien sabía que aquellos demonios estaban al tanto de
mi desmayo y que podían haber detenido el péndulo a su gusto. Al despertarme me sentí
inexpresablemente enfermo y débil, como después de una prolongada inanición. Aun en la
agonía de aquellas horas la naturaleza humana ansiaba alimento. Con un penoso esfuerzo
alargué el brazo izquierdo todo lo que me lo permitían mis ataduras y me apoderé de una
pequeña cantidad que habían dejado las ratas. Cuando me llevaba una porción a los labios
pasó por mi mente un pensamiento apenas esbozado de alegría... de esperanza. Pero, ¿qué
tenía yo que ver con la esperanza? Era aquél, como digo, un pensamiento apenas formado;
muchos así tiene el hombre que no llegan a completarse jamás. Sentí que era de alegría, de
esperanza; pero sentí al mismo tiempo que acababa de extinguirse en plena elaboración.
Vanamente luché por alcanzarlo, por recobrarlo. El prolongado sufrimiento había
aniquilado casi por completo mis facultades mentales ordinarias. No era más que un
imbécil, un idiota.
La oscilación del péndulo se cumplía en ángulo recto con mi cuerpo extendido. Vi que
la media luna estaba orientada de manera de cruzar la zona del corazón. Desgarraría la
estameña de mi sayo..., retornaría para repetir la operación... otra vez..., otra vez... A pesar
de su carrera terriblemente amplia (treinta pies o más) y la sibilante violencia de su
descenso, capaz de romper aquellos muros de hierro, todo lo que haría durante varios
minutos sería cortar mi sayo. A esa altura de mis pensamientos debí de hacer una pausa,
pues no me atrevía a prolongar mi reflexión. Me mantuve en ella, pertinazmente fija la
atención, como si al hacerlo pudiera detener en ese punto el descenso de la hoja de acero.
Me obligué a meditar acerca del sonido que haría la media luna cuando pasara cortando el
género y la especial sensación de estremecimiento que produce en los nervios el roce de
una tela. Pensé en todas estas frivolidades hasta el límite de mi resistencia.
Bajaba... seguía bajando suavemente. Sentí un frenético placer en comparar su
velocidad lateral con la del descenso. A la derecha... a la izquierda... hacia los lados, con el
aullido de un espíritu maldito... hacia mi corazón, con el paso sigiloso del tigre.
Sucesivamente reí a carcajadas y clamé, según que una u otra idea me dominara.
Bajaba... ¡Seguro, incansable, bajaba! Ya pasaba vibrando a tres pulgadas de mi pecho.
Luché con violencia, furiosamente, para soltar mi brazo izquierdo, que sólo estaba libre a
partir del codo. Me era posible llevar la mano desde el plato, puesto a mi lado, hasta la
boca, pero no más allá. De haber roto las ataduras arriba del codo, hubiera tratado de
detener el péndulo. ¡Pero lo mismo hubiera sido pretender atajar un alud!
Bajaba... ¡Sin cesar, inevitablemente, bajaba! Luché, jadeando, a cada oscilación. Me
encogía c