griega de su doncellez. Con ayuda de ello, polvos de arroz, carmín, peluca, dentadura
postiza, falsa tournure y las más hábiles modistas de París, lograba mantener una respetable
posición entre las bellezas un peu passées de la metrópoli francesa. En ese sentido, merecía
ciertamente compararse a la celebérrima Ninon de l’Enclos.
Era inmensamente rica, y al quedar viuda por segunda vez, y sin hijos, recordó que yo
vivía en Norteamérica, y dispuesta a convertirme en su heredero se encaminó a los Estados
Unidos acompañada de una parienta lejana de su segundo esposo, llamada Stéphanie
Lalande.
En la ópera, la atención de mi tatarabuela se vio reclamada por mi insistente escrutinio
de su persona; cuando a su vez me examinó con ayuda de los gemelos parecióle notar en mí
un aire de