—¿Fieja? ¿Bruja? No tan fieja, desbués de todo... apenas ochenta y tos años.
—¡Ochenta y dos! —balbuceé, retrocediendo hasta la pared—. ¡Ochenta y dos mil
mandriles! ¡La miniatura decía veintisiete años y siete meses!
—¡Y así es... así era! La miniatura fue bintada hace cincuenta y cinco años. Cuando me
casé con mi segundo esboso, Monsieur Lalande, hice bintar ese retrato para la hija que
había tenido con mi primer esboso, Monsieur Moissart.
—¡Moissart! —dije yo.
—Sí, Moissart —repitió, burlándose de mi pronunciación, que, a decir verdad, no era
nada buena—. ¿Y qué? ¿Qué sabe usted de Moissart?
—¡Nada, vieja espantosa, absolutamente nada, aparte de que hay un antepasado mío
que llevaba ese nombre!
—¡Ese nombre! ¿Y gué hay de malo en ese nombre? Es un egcelente nombre, lo
mismo que Voissart, que también es un egcelente nombre. Mi hija, Mademoiselle Moissart,
se gasó con Monsieur Voissart, y los dos nombres son egcelentes nombres.
—¿Moissart? —exclamé—. ¿Y Voissart? ¿Qué quiere usted decir?
—¿Qué guiero decir? Guiero decir Moissart y Voissart, y si me da la gana diré también
Croissart y Froissart. La hija de mi hija, Mademoiselle Voissart, se gasó con Monsieur
Croissart, y luego la nieta de mi hija, Mademoiselle Croissart, se gasó con Monsieur
Froissart. ¡Y no dirá usdé que éste no es también un egcelente nombre!
—¡Froissart! —murmuré, empezando a desmayarme—. ¿No pretenderá usted decir...
Moissart... y Voissart... y Croissart... y Froissart?
—Glaro que lo digo —declaró aquel horror, repantigándose en su silla y estirando
muchísimo las piernas—. Digo Moissart, Voissart, Croissart y Froissart. Pero Monsieur
Froissart sí era lo que ustedes llaman estúbido... pues salió de la bella France para fenir a
esta estúbida América... y cuando estuvo aquí nació su hijo que es todavía más estúbido,
muchísimo más estúbido... según oigo decir, bues todavía no he tenido el placer de
gonocerlo bersonalmente... ni yo ni mi amiga, Madame Stéphanie Lalande. Sé que se llama
Napoleón Bonaparte Froissart... y supongo que ahora usdé dirá que tamboco ése es un
egcelente y respetable nombre.
Fuera la extensión o la naturaleza de este discurso, el hecho es que pareció provocar
una excitación asombrosa en Mrs. Simpson. Apenas lo hubo terminado con gran trabajo,
saltó de su silla como si la hubiesen hechizado y al hacerlo dejó caer al suelo un enorme
polisón. Ya de pie, hizo chasquear sus desnudas encías, agitó los brazos, mientras se
arremangaba y sacudía el puño delante de mi cara, y terminó sus demostraciones
arrancándose la toca, y con ella una inmensa peluca del más costoso y magnífico cabello
negro, todo lo cual arrojó al suelo con un alarido y se puso a pisotear y a patear en un
verdadero fandango de arrebato y de enloquecida rabia.
Entretanto yo me había desplomado en el colmo del horror en la silla vacía.
—¡Moissart y Voissart! —repetía enmimismado, mientras asistía a las cabriolas y
piruetas—. ¡Croissart y Froissart! ¡Moissart, Voissart, Croissart... y Napoleón Bonaparte
Froissart! Pero, entonces, inefable serpiente... ¡Pero si se trata de mí! ¡De mí! ¿Oye usted?
¡De mí...! —continué, vociferando con todas mis fuerzas—. ¡Yo soy Napoleón Bonaparte
Froissart, y que me confunda por toda la eternidad si no acabo de casarme con mi
tatarabuela!
En efecto, Madame Eugènie Lalande, quasi Simpson y anteriormente Moissart, era mi
tatarabuela. Había sido hermosísima en su juventud, y todavía ahora, a los ochenta y dos
años, conservaba la estatura majestuosa, la escultural cabeza, los hermosos ojos y la nariz