lujuriantes, en la gris penumbra de un anochecer estival, esperé la oportunidad de
aproximarme a ella.
Para engañar mejor al sirviente que la acompañaba procedí con el aire de una vieja
relación de familia. En cuanto a ella, con una presencia de ánimo verdaderamente
parisiense, comprendió de inmediato y, al saludarme, me tendió la más hechiceramente
pequeña de las manos. Instantáneamente el lacayo se quedó atrás y, entonces, con los
corazones rebosantes, nos explayamos larga y francamente sobre nuestro amor.
Como Madame Lalande hablaba el inglés con mayor dificultad de la que tenía para
escribirlo, nuestra conversación se desarrolló necesariamente en francés. Esta dulce lengua,
tan apropiada para la pasión, me permitió liberar el impetuoso entusiasmo de mi naturaleza,
y con toda la elocuencia de que era capaz supliqué a mi amada que consintiera en un
matrimonio inmediato.
Sonrió ella ante mi impaciencia. Aludió a la vieja cuestión del decoro —ese espantajo
que a tantos aleja de la dicha hasta que la oportunidad de ser dichosos ha pasado para
siempre—. Me hizo notar que, imprudentemente, había yo dicho a todos mis amigos que
ansiaba conocerla; por ello resultaba imposible ocultar la fecha en que nos habíamos visto
por primera vez. Sonrojándose, aludió a lo muy reciente de dicha fecha. Casarnos de
inmediato sería impropio, indecoroso... outré. Y todo esto lo decía con un encantador aire
de naïveté que me arrobaba al mismo tiempo que me lastimaba y me convencía. Llegó al
punto de acusarme, entre risas, de precipitación, de imprudencia. Me pidió que tuviera en
cuenta que, en el fondo, yo no sabía siquiera quién era ella, cuáles sus perspectivas, sus
vinculaciones, su posición social. Pidióme, con un suspiro, que reconsiderara mi propuesta,
y agregó que mi amor era un capricho, un fuego fatuo, una fantasía del momento, un
castillo en el aire del entusiasmo más que del corazón. Y todo esto mientras las sombras del
suave anochecer se hacían más y más profundas en torno de nosotros; pero luego, con una
gentil presión de la mano semejante a la de un hada, sentí que en un instante dulcísimo
destruía todos los argumentos que acababa de levantar.
Repliqué lo mejor que pude... como sólo un enamorado puede hacerlo. Hablé
extensamente y en detalle de mi devoción, de mi arrobo, de su rara belleza y de mi
profunda admiración. Insistí finalmente, con la energía de la convicción, en los peligros que
rodean el sendero del amor, ese sendero que jamás avanza en línea recta... y deduje de ello
el evidente peligro de alargar innecesariamente el recorrido.
Este último argumento pareció, por fin, mitigar el rigor de su determinación. Aplacóse,
pero me dijo que todavía quedaba un obstáculo, que sin duda yo no había tenido en cuenta.
Tratábase de una delicada cuestión, especialmente si era una mujer quien debía aludir a
ella; al hacerlo contrariaba sus sentimientos, pero por mí estaba dispuesta a cualquier
sacrificio. Mencionó entonces la edad. ¿Me había dado plenamente cuenta de la diferencia
de edad entre nosotros? Que el marido sobrepasara a su esposa en algunos años —incluso
quince y hasta veinte— era cosa que la sociedad consideraba admisible y hasta aconsejable.
Pero, por su parte, siempre había creído que la edad de la esposa no debía exceder jamás la
del esposo. ¡Ay, demasiado frecuente era ver cómo diferencias tan anormales conducían a
una vida desdichada! Sabía que yo no pasaba de los veintidós años, mientras quizá yo no
estuviera enterado de que los años de mi Eugènie excedían muy considerablemente de esa
cifra.
En todo lo que decía notábase una nobleza de alma, una candorosa dignidad que me
deleitó y me encantó, cerrando para siempre tan dulces cadenas. Apenas pude contener el
excesivo transporte que me dominaba.