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Esperé la respuesta dominado por la más desesperante ansiedad. Después de lo que me pareció un siglo, me fue entregada. Sí, me fue entregada su respuesta. Por más romántico que parezca, recibí una carta de Madame Lalande... la hermosa, la acaudalada, la idolatrada Madame Lalande. Sus ojos, sus magníficos ojos, no habían desmentido su noble corazón. Como una verdadera francesa, había obedecido a los francos dictados de la razón, a los impulsos generosos de su naturaleza, despreciando las convencionales mojigaterías de la sociedad. No se había burlado de mi propuesta. No se había refugiado en el silencio. No me había devuelto mi carta sin abrir. Por el contrario, me contestaba con otra escrita por su propia y exquisita mano. Decía: Monsieur Simpson, me bernodará bor no écrire muy bien en su hermoso idioma. Hace muy boco que soy arrivée y no he tenido la obortunité de l’étudier. Desbués de disculbarme por mi redacción, diré que, hélas!!, Monsieur Simpson ha adivinado berfectamente... ¿Necesito decir más? Hélas!! ¿No habré dicho más de lo que corresbondía? Eugènie Lalande Besé un millón de veces este billete de tan noble inspiración, e incurrí en mil otras extravagancias que escapan a mi memoria. Pero, entretanto, Talbot no volvía. ¡Ay! Si hubiera podido concebir el sufrimiento que su ausencia me ocasionaba, ¿no habría volado inmediatamente, dada nuestra amistad y simpatía, en mi auxilio? Pero, entretanto, no volvía. Le escribí. Me contestó. Hallábase retenido por urgentes negocios, pero no tardaría en regresar. Me suplicaba que no me impacientara, que moderase mis transportes, leyera libros tranquilizadores, bebiera únicamente vino del Rin y requiriese los consuelos de la filosofía para que me ayudaran. ¡El muy insensato! Si no podía venir en persona, ¿por qué, en nombre de todo lo razonable, no agregaba a su carta otra de presentación? Volví a escribirle, rogándole que así lo hiciera. La carta me fue devuelta por el mismo lacayo con una nota a lápiz escrita al dorso. El villano se había reunido con su amo en la campaña y me decía: Salió ayer de S..., pero no dijo a dónde iba ni cuándo va a volver. Me parece mejor devolverle esta carta, pues reconozco su letra y pienso que usted tiene siempre mucha prisa. Lo saluda atentamente, Stubbs Inútil agregar que después de esto consagré tanto al amo como al criado a las divinidades infernales; pero de nada me valía encolerizarme y las quejas no me servían de consuelo. Sin embargo, la audacia de mi temperamento me daba una última posibilidad. Hasta ahora esa audacia me había sido útil y decidí que la emplearía nuevamente para mis fines. Además, después de la correspondencia que habíamos mantenido, ¿qué acto de mera informalidad podía cometer que, dentro de ciertos límites, pudiera Madame Lalande considerar indecoroso? Desde el envío de mi carta había tornado la costumbre de observar su casa, y descubrí que la dama salía al atardecer, acompañada por un negro de librea, y paseaba por la plaza a la cual daban sus ventanas. Allí, entre los sotos sombríos y