Test Drive | Page 447

Una noche del invierno pasado entré en un palco del teatro P..., acompañado de mi amigo Mr. Talbot. Era una velada de ópera y el programa presentaba especial atractivo, por lo cual la sala hallábase de bote en bote. Entramos empero a tiempo para obtener las plateas que habíamos reservado, y a las cuales conseguimos llegar con no poca dificultad. Durante dos horas, mi compañero, que era un melómano consumado, consagró su mayor atención a la escena; por mi parte pasé ese tiempo entreteniéndome en observar al público, formado en su mayor parte por la élite de la ciudad. Satisfecho sobre este punto me disponía a contemplar a la prima donna, cuando mis ojos quedaron detenidos y paralizados por una figura sentada en uno de los palcos que hasta entonces había escapado a mi escrutinio. Aunque viva mil años, jamás olvidaré la intensa emoción que sentí al contemplar aquella imagen. Era aquella la mujer más exquisita que jamás viera antes. El rostro estaba vuelto hacia el escenario y, durante varios minutos, no pude distinguirlo, pero su forma era divina; imposible usar otra palabra que exprese suficientemente sus admirables proporciones; hasta ese término, «divino», parece ridículamente débil mientras lo escribo. La magia de una bella forma de mujer, la nigromancia de la gracia femenina, eran poderes a los cuales jamás había resistido; pero aquí estaba la gracia personificada, encarnada, el beau idéal de mis más exaltadas y entusiasmadas visiones. Hasta donde la barandilla del palco permitía adivinarlo, la figura de aquella dama era de estatura mediana y se aproximaba, sin serlo del todo, a lo majestuoso. Su perfecta plenitud, su tournure, eran deliciosas. La cabeza, de la cual sólo veía la parte posterior, rivalizaba en sus líneas con la Psique griega, y una toca de gaze aérienne, que me recordó el ventum textilem de Apuleyo, la exhibía más que la ocultaba. El brazo derecho apoyábase en el antepecho del palco y estremecía cada fibra de mi ser con su exquisita simetría. La parte superior estaba cubierta con una de esas mangas sueltas y abiertas, a la moda, y bajaba apenas más allá del codo. Por debajo de ella nacía otra de un material muy leve y ceñido que terminaba en un puño de rico encaje, el cual caía graciosamente sobre la mano y sólo permitía ver los delicados dedos, en uno de los cuales centelleaba un anillo de brillantes, cuyo extraordinario valor advertí de inmediato. La admirable redondez de la muñeca veíase realzada claramente por un brazalete ornamentado con una magnífica aigrette de joyas, todo lo cual expresaba, en términos inequívocos, la riqueza y el exquisito gusto de su portadora. Contemplé aquella real aparición durante casi media hora, como si me hubiese vuelto de piedra, y en ese período sentí toda la fuerza y la verdad de cuanto se ha dicho y cantado sobre el «amor a primera vista». Mis sentimientos diferían completamente de los que experimentara hasta entonces, aun en presencia de los parangones más célebres de hermosura femenina. Una inexplicable simpatía de alma a alma, que me veo impelido a considerar magnética, parecía no solamente fijar mi visión, sino mi capacidad mental y sentimental, sobre el admirable objeto que tenía ante mí. Vi... sentí... supuse que estaba profunda, loca, irrevocablemente enamorado... y todo ello antes de haber contemplado el rostro de mi amada. Tan intensa era la pasión que me consumía, que incluso si las facciones aún invisibles de aquella mujer resultaban ser comunes y vulgares me sentía seguro de que no cambiaría; tan anómala es la naturaleza del único amor verdadero —del amor a primera vista—, y tan poco depende de las condiciones externas, que sólo parecen crearlo y controlarlo. Mientras seguía envuelto en admiración frente a tan encantador espectáculo, un repentino murmullo del público hizo que la dama desviara un tanto el rostro, permitiéndome contemplarla claramente de perfil. Su belleza excedía mis esperanzas, pese