Una noche del invierno pasado entré en un palco del teatro P..., acompañado de mi
amigo Mr. Talbot. Era una velada de ópera y el programa presentaba especial atractivo, por
lo cual la sala hallábase de bote en bote. Entramos empero a tiempo para obtener las plateas
que habíamos reservado, y a las cuales conseguimos llegar con no poca dificultad.
Durante dos horas, mi compañero, que era un melómano consumado, consagró su
mayor atención a la escena; por mi parte pasé ese tiempo entreteniéndome en observar al
público, formado en su mayor parte por la élite de la ciudad. Satisfecho sobre este punto me
disponía a contemplar a la prima donna, cuando mis ojos quedaron detenidos y paralizados
por una figura sentada en uno de los palcos que hasta entonces había escapado a mi
escrutinio.
Aunque viva mil años, jamás olvidaré la intensa emoción que sentí al contemplar
aquella imagen. Era aquella la mujer más exquisita que jamás viera antes. El rostro estaba
vuelto hacia el escenario y, durante varios minutos, no pude distinguirlo, pero su forma era
divina; imposible usar otra palabra que exprese suficientemente sus admirables
proporciones; hasta ese término, «divino», parece ridículamente débil mientras lo escribo.
La magia de una bella forma de mujer, la nigromancia de la gracia femenina, eran
poderes a los cuales jamás había resistido; pero aquí estaba la gracia personificada,
encarnada, el beau idéal de mis más exaltadas y entusiasmadas visiones. Hasta donde la
barandilla del palco permitía adivinarlo, la figura de aquella dama era de estatura mediana y
se aproximaba, sin serlo del todo, a lo majestuoso. Su perfecta plenitud, su tournure, eran
deliciosas. La cabeza, de la cual sólo veía la parte posterior, rivalizaba en sus líneas con la
Psique griega, y una toca de gaze aérienne, que me recordó el ventum textilem de Apuleyo,
la exhibía más que la ocultaba. El brazo derecho apoyábase en el antepecho del palco y
estremecía cada fibra de mi ser con su exquisita simetría. La parte superior estaba cubierta
con una de esas mangas sueltas y abiertas, a la moda, y bajaba apenas más allá del codo.
Por debajo de ella nacía otra de un material muy leve y ceñido que terminaba en un puño de
rico encaje, el cual caía graciosamente sobre la mano y sólo permitía ver los delicados
dedos, en uno de los cuales centelleaba un anillo de brillantes, cuyo extraordinario valor
advertí de inmediato. La admirable redondez de la muñeca veíase realzada claramente por
un brazalete ornamentado con una magnífica aigrette de joyas, todo lo cual expresaba, en
términos inequívocos, la riqueza y el exquisito gusto de su portadora.
Contemplé aquella real aparición durante casi media hora, como si me hubiese vuelto
de piedra, y en ese período sentí toda la fuerza y la verdad de cuanto se ha dicho y cantado
sobre el «amor a primera vista». Mis sentimientos diferían completamente de los que
experimentara hasta entonces, aun en presencia de los parangones más célebres de
hermosura femenina. Una inexplicable simpatía de alma a alma, que me veo impelido a
considerar magnética, parecía no solamente fijar mi visión, sino mi capacidad mental y
sentimental, sobre el admirable objeto que tenía ante mí. Vi... sentí... supuse que estaba
profunda, loca, irrevocablemente enamorado... y todo ello antes de haber contemplado el
rostro de mi amada. Tan intensa era la pasión que me consumía, que incluso si las facciones
aún invisibles de aquella mujer resultaban ser comunes y vulgares me sentía seguro de que
no cambiaría; tan anómala es la naturaleza del único amor verdadero —del amor a primera
vista—, y tan poco depende de las condiciones externas, que sólo parecen crearlo y
controlarlo.
Mientras seguía envuelto en admiración frente a tan encantador espectáculo, un
repentino murmullo del público hizo que la dama desviara un tanto el rostro,
permitiéndome contemplarla claramente de perfil. Su belleza excedía mis esperanzas, pese