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a lo cual había en ella algo que me decepcionó, sin que me fuera posible decir exactamente de qué se trataba. He dicho «decepcionó», pero la palabra no hace al caso. Mis sentimientos se calmaron y exaltaron al mismo tiempo. Asumieron un tono en el que había menos transporte y más entusiasmo sereno, un entusiasmo reposado. Quizá ese sentimiento nació del aire matronil, como de Madonna, que reinaba en aquel semblante, pero al mismo tiempo comprendí que no procedía enteramente de ello. Había otra cosa, un misterio que no alcanzaba a develar, cierta expresión del rostro que me perturbaba a la vez que acrecía intensamente mi interés. En suma, me hallaba en ese estado mental que predispone a un hombre joven y susceptible a cometer cualquier extravagancia. De haber visto sola a la dama hubiera entrado resueltamente en su palco para hablarle; pero, afortunadamente, la acompañaban dos personas: un caballero y una mujer extraordinariamente hermosa, que parecía varios años menor que ella. Di vueltas en mi imaginación a mil planes que me permitieran ser presentado a la dama, o que, por lo menos, me permitieran apreciar más de cerca su hermosura. De haber podido hubiese buscado un asiento cercano al palco, pero el teatro estaba repleto; para colmo, los despiadados decretos de la moda habían prohibido imperiosamente el uso de gemelos y me hallaba desprovisto de un instrumento que tanto me hubiese ayudado. Por fin me decidí a apelar a mi compañero. —Talbot —dije—, sé que usted tiene unos gemelos. Préstemelos. —¡Unos gemelos! ¡Vamos! ¿Y para qué querría yo unos gemelos? —respondió, volviéndose impaciente hacia el escenario. —Pero, Talbot —insistí, tocándole el hombro—, escúcheme al menos, por favor... ¿Ve ese palco? ¡Allí... no, el siguiente! ¿Vio alguna vez una mujer más hermosa? —No cabe duda de que es muy hermosa —dijo él. —¿Quién puede ser? —¡Vamos! ¿Va usted a decirme que no lo sabe? «No reconocerla significa que usted mismo es desconocido...» Es la celebrada Madame Lalande, la belleza de la temporada por excelencia, el tema de conversación de toda la ciudad. Inmensamente rica, además... viuda, y un magnífico partido... Acaba de llegar de París. —¿La conoce usted? —Sí, he tenido ese honor. —¿Me presentará a ella? —Por supuesto, con el mayor placer. ¿Cuándo? —Mañana, a la una, nos encontraremos en B... —Perfectamente. Y ahora cállese, si le es posible. Me vi precisado a obedecer, pues Talbot se mantuvo obstinadamente sordo a mis restantes preguntas o pedidos, ocupándose exclusivamente de lo que ocurría en el escenario hasta el fin de la velada. Entretanto guardaba yo mis ojos fijos sobre Madame Lalande, y por fin tuve la buena suerte de contemplar de frente su rostro. Era exquisitamente hermoso como mi corazón me lo había anunciado aun antes de que Talbot me lo confirmara; empero, ese algo ininteligible continuaba perturbándome. Concluí finalmente que lo que me afectaba era cierto aire de gravedad, de tristeza o, más exactamente, de cansancio, que robaba algo de juventud y frescura a aquel rostro, dándole en cambio una seráfica ternura y majestad, y multiplicando así diez veces su interés para un temperamento tan romántico y entusiasta como el mío. Mientras satisfacía mis ojos descubrí con profunda conmoción que la dama acababa de advertir la intensidad de mi mirada y que se había sobresaltado levemente. Pero me sentía