Los anteojos
Hace años estaba de moda ridiculizar la noción de «amor a primera vista»; pero
aquellos que piensan y sienten profundamente han defendido siempre su existencia. Los
descubrimientos modernos en el campo que cabe llamar magnetismo ético o estética
magnética permiten suponer con toda probabilidad que los afectos humanos más naturales
y, por tanto, más verdaderos e intensos son aquellos que surgen en el corazón como obra de
una simpatía eléctrica; en una palabra, que los grilletes psíquicos más brillantes y duraderos
son aquellos que quedan remachados por una mirada. La confesión que me dispongo a
hacer agregará otro ejemplo a tantos que prueban la verdad de esta concepción. Mi historia
requiere cierto detalle. Soy todavía muy joven, pues no he cumplido aun los veintidós años.
Mi nombre actual es muy vulgar y hasta plebeyo: Simpson. Digo «actual», pues hace poco
que se me conoce por él, que adopté legalmente el año pasado a fin de recibir una cuantiosa
herencia que me dejó un pariente lejano, Adolphus Simpson, Esq. El legado incluía la
condición de que adoptara el nombre del testador; al decir nombre me refiero al apellido y
no al nombre; mi nombre o, más exactamente, mis nombres, son Napoleón Bonaparte.
Asumí el apellido con cierta resistencia, pues mi verdadero patronímico, Froissart, me
inspira un muy perdonable orgullo, y creo que me sería posible trazar mi descendencia del
inmortal autor de las Crónicas. Y ya que hablamos de apellidos, mencionaré una singular
coincidencia de sonido en los de mis predecesores inmediatos. Mi padre era Monsieur
Froissart, de París. Su esposa, mi madre, con la cual se casó teniendo ella quince años, era
Mademoiselle Croissart, la hija mayor del banquero Croissart, cuya esposa, a su vez, sólo
tenía dieciséis años al casarse con él, y era la hija mayor de un tal Víctor Voissart. Muy
curiosamente, Monsieur Voissart habíase casado con una dama de nombre parecido,
Mademoiselle Moissart. También ella se desposó siendo todavía una niña; y su madre,
Mada