encontrar ningún error en Epicuro, espero. ¿Qué pienso de Epicuro? ¿Habla usted de mí,
caballero? ¡Epicuro soy yo! Soy el mismo filósofo que escribió cada uno de los trescientos
tratados que tanto celebraba Diógenes Laercio.
—¡Miente usted! —dijo el metafísico, a quien el vino se le había subido un tanto a la
cabeza.
—¡Muy bien! ¡Muy bien, señor mío! ¡Ciertamente muy bien! —dijo su Majestad, al
parecer sumamente halagado.
—¡Miente usted! —repitió el restaurateur, dogmáticamente—. ¡Miente... ¡hic!... usted!
—¡Pues bien, sea como usted quiera! —dijo el diablo pacíficamente, y Bon-Bon,
después de vencer a su Majestad en la controversia, consideró de su deber concluir una
segunda botella de Chambertin.
—Como iba diciendo —continuó el visitante—, y como hacía notar hace un momento,
en ese libro suyo, Monsieur Bon-Bon, hay algunas nociones demasiado outrées. ¿Qué
pretende usted, por ejemplo, con todo ese camelo del alma? ¿Puede usted decirme,
caballero, qué es el alma?
—El... ¡hic!... alma —repitió el metafísico, remitiéndose a su manuscrito— es
indudablemente...
—¡No, señor!
—Indudablemente...
—¡No, señor!
—Indudablemente...
—¡No, señor!
—Evidentemente...
—¡No, señor!
— Incontrovertiblemente...
—¡No, señor!
—¡Hic!
—¡No, señor!
—E incuestionablemente, el...
—¡No, señor, el alma no es eso!
(Aquí el filósofo, con aire furibundo, aprovechó la ocasión para dar instantáneo fin a la
tercera botella de Chambertin.)
—Pues entonces... ¡hic!... Diga usted, señor: ¿qué es?
—No es ni esto ni aquello, Monsieur Bon-Bon —repuso pensativo su Majestad—. He
probado... quiero decir he conocido algunas almas muy malas, y algunas otras excelentes.
Al decir esto se relamió, pero, como apoyara involuntariamente la mano en el volumen
que llevaba en el bolsillo, se vio atacado por una violenta serie de estornudos.
—Conocí el alma de Cratino —continuó—. Era pasable... La de Aristófanes,
chispeante. ¿Platón? Exquisito... No su Platón, sino el poeta cómico; su Platón hubiera
hecho vomitar a Cerbero... ¡puah! Veamos... tuvimos a Nevio, Andrónico, Plauto y
Terencio. Luego Lucilio, Catulo, Nasón y Quinto Flaco... ¡Querido Quintón! Así lo
apodaba yo mientras cantaba un seculare para divertirme, y yo lo tostaba suspendido de un
tridente... ¡tan divertido! Pero a esos romanos les falta sabor. Un griego gordo vale por una
docena de ellos, aparte de que se conserva, cosa que no puede decirse de un Quirite.
Probemos su Sauternes.
A esta altura, Bon-Bon había decidido mantenerse fiel al nil admirari, y se apresuró a
bajar las botellas en cuestión. Notaba, empero, un extraño sonido, como si alguien estuviera