que admiramos el largo de su cola y la profundidad de su mente. Acaba de llegar a la
conclusión de que soy un distinguido eclesiástico, y que usted es el más superficial de los
metafísicos. Ya ve, pues, que no tengo nada de ciego; pero, para uno de mi profesión, los
ojos a que usted alude serían únicamente una molestia y estarían en constante peligro de ser
arrancados por una horquilla de tostar o un agitador de brea. Para usted, lo admito, esos
aparatos ópticos resultan indispensables. Esfuércese por emplearlos bien, Bon-Bon; por mi
parte, mi visión es el alma.
Tras esto el visitante se sirvió vino y, luego de llenar otro vaso para Bon-Bon, lo invitó
a beberlo sin escrúpulos y a sentirse perfectamente en su casa.
—Un libro muy sagaz el suyo, Pierre —continuó su Majestad, dándole una palmada de
connivencia en la espalda, una vez que nuestro amigo hubo vaciado su vaso en
cumplimiento del pedido de su visitante—. Un libro muy sagaz, palabra de honor. Un libro
como los que a mí me gustan... Pienso, sin embargo, que su presentación del tema podría
mejorarse, y muchas de sus nociones me recuerdan a Aristóteles. Este filósofo fue uno de
mis conocidos más íntimos. Lo quería muchísimo por su terrible malhumor, así como por la
increíble facilidad que tenía para equivocarse. En todo lo que escribió sólo hay una verdad
sólida, y se la sugerí yo a fuerza de tenerle lástima al verlo tan absurdo. Supongo, Pierre
Bon-Bon, que sabe usted muy bien a qué divina verdad moral aludo.
—No podría decir que...
—¿De veras? Pues bien, fui yo quien dijo a Aristóteles que, al estornudar, el hombre
expelía las ideas superfluas por la nariz.
—Lo cual... ¡hic!... es absolutamente cierto —dijo el metafísico, mientras se servía otro
gran vaso de Mousseux y ofrecía su tabaquera de rapé al visitante.
—Tuvimos también a Platón —continuó su Majestad, declinando modestamente la
invitación a tomar rapé y el cumplido que entrañaba—. Tuvimos a Platón, por quien en un
tiempo sentí el afecto que se guarda a los amigos. ¿Conoció usted a Platón, Bon-Bon? ¡Ah,
es verdad, le pido mil perdones! Pues bien, un día me lo encontré en Atenas, en el Partenón.
Me dijo que estaba preocupadísimo buscando una idea. Le hice escribir que
Me dijo que lo haría y se volvió a casa, mientras yo seguía viaje a las
pirámides. Pero mi conciencia me remordía por haber pronunciado una verdad, aunque
fuera para ayudar a un amigo, y, volviéndome rápidamente a Atenas, llegué junto a la silla
del filósofo cuando se disponía a escribir el
Dando un capirotazo a la lambda, la hice volverse cabeza abajo. Por eso la frase dice
ahora:
y constituye, como usted sabe, la doctrina fundamental de su
metafísica.
—¿Estuvo usted en Roma? —preguntó el restaurateur mientras terminaba su segunda
botella de Mousseux y extraía del armario una amplia provisión de Chambertin.
—Sólo una vez, Monsieur Bon-Bon, sólo una vez. Hubo un tiempo —dijo el diablo
como si recitara un pasaje de un libro— en que la anarquía reinó durante cinco años, en los
cuales la república, privada de todos sus funcionarios, no tuvo otra magistratura que los
tribunos del pueblo, y éstos carecían de toda investidura legal que los capacitara para las
funciones ejecutivas. En ese momento, Monsieur Bon-Bon... y sólo en ese momento estuve
en Roma... y, por tanto, carezco de relaciones terrenas con su filosofía98.
—¿Y qué piensa usted... qué piensa usted... ¡hic!... de Epicuro?
—¿Qué pienso de quién? —preguntó el diablo estupefacto—. No pretenderá usted
98
«Ils écrivaient sur la philosophie (Cicerón, Lucrecio, Séneca) mais c’était la philosophie grecque» (Condorcet).