su sillón vis-à-vis con el de su compañero y esperó a que este último iniciara la
conversación. Pero los planes, aun los más hábilmente elaborados, suelen verse frustrados
en la aplicación, y el restaurateur quedó estupefacto ante las primeras palabras de su
visitante.
—Veo que me conoce usted, Bon-Bon —dijo—. ¡Ja, ja, ja! ¡Je, je, je! ¡Ji, ji, ji! ¡Jo, jo,
jo! ¡Ju, ju, ju!
Y el diablo, renunciando bruscamente a la santidad de su apariencia, abrió en toda su
capacidad una boca de oreja a oreja, como para mostrar una dentadura mellada pero
terriblemente puntiaguda, y, mientras echaba la cabeza hacia atrás, rió larga y sonoramente,
con maldad, con un resonar estentóreo, mientras el perro negro, agazapado, se agregaba al
clamoreo, y el gato, huyendo a la carrera, se erizaba y maullaba desde el rincón más alejado
del aposento.
Pero nada de esto fue imitado por el filósofo; era un hombre de mundo y no rió como el
perro ni traicionó su temblor con maullidos como el gato. Preciso es confesar que estaba
algo asombrado al ver que las blancas letras que formaban las palabras Rituel Catholique
sobre el libro que sobresalía del bolsillo de su huésped se transformaban instantáneamente
en color y en sentido, y que en lugar del título original brillaban con rojo resplandor las
palabras Registre des Condamnés. Esta sorprendente circunstancia dio a la respuesta de
Bon-Bon un tono un tanto confuso que, de lo contrario, creemos, no hubiera tenido.
—Pues bien, señor —dijo el filósofo—. Pues