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al estilo del siglo anterior. No cabía duda de que aquellas ropas habían estado destinadas a una persona mucho más pequeña que su actual poseedor. Los tobillos y muñecas se mostraban al descubierto en una extensión de varias pulgadas. En los zapatos, empero, un par de brillantísimas hebillas parecía dar un mentís a la extrema pobreza manifiesta en el resto del atavío. Llevaba la cabeza cubierta y era completamente calvo, aunque del occipucio le colgaba una queua de considerable extensión. Un par de anteojos verdes, con cristales a los lados, protegía sus ojos de la luz y al mismo tiempo impedían que Bon-Bon pudiera verificar de qué color y conformación eran. No se notaba por ninguna parte la presencia de una camisa, pero una corbata blanca, muy sucia, aparecía cuidadosamente anudada en la garganta, y las puntas, colgando gravemente, daban la impresión (que me atrevo a decir no era intencional) de que se trataba de un eclesiástico. Por cierto que muchos otros detalles, tanto de su atuendo como de sus modales, contribuían a robustecer esa impresión. Sobre la oreja izquierda, a la manera de los pasantes modernos, llevaba un instrumento semejante al stylus de los antiguos. En el bolsillo superior de la chaqueta veíase claramente un librito negro con broches de acero. Este libro estaba colocado de manera tal que, accidentalmente o no, permitía leer las palabras Rituel Catholique en letras blancas sobre el lomo. La fisonomía del personaje era atractivamente saturnina y de una palidez cadavérica. La frente, muy alta, aparecía densamente marcada por las arrugas de la contemplación. Las comisuras de la boca caían hacia abajo, con una expresión de humildad por completo servil. Tenía asimismo una manera de juntar las manos, mientras avanzaba hacia nuestro héroe, un modo de suspirar y una apariencia general de tan completa santidad, que impresionaba de la manera más simpática. Toda sombra de cólera se borró del rostro del metafísico una vez que hubo completado satisfactoriamente el escrutinio de su visitante; estrechándole cordialmente la mano, lo condujo a un sillón. Sería un error radical atribuir este instantáneo cambio de humor del filósofo a cualquiera de las razones que podían haber influido en su ánimo. Hasta donde pude alcanzar a conocer su carácter, Pierre Bon-Bon era el hombre menos capaz de dejarse llevar por las apariencias exteriores, aunque fueran de lo más plausibles. Imposible, además, que un observador tan sagaz de los hombres y las cosas no hubiera advertido instantáneamente el verdadero carácter del personaje que así se abría paso en su hospitalidad. Por no decir más, la conformación de los pies del visitante era suficientemente notable, mantenía apenas en la cabeza un sombrero exageradamente alto, notábase una trémula vibración en la parte posterior de sus calzones y la vibración del faldón de su chaqueta era cosa harto visible. Júzguese, pues, con qué satisfacción encontróse nuestro héroe en la repentina compañía de una persona hacia la cual había experimentado en todo tiempo el más incondicional de los respetos. Demasiado diplomático era, sin embargo, para que se le escapara la menor señal de que sospechaba la verdad. No era su intención demostrar que se daba perfecta cuenta del alto honor que tan inesperadamente gozaba, sino que se proponía inducir a su huésped a que, en el curso de una conversación, le permitiera elucidar ciertas importantes ideas éticas, las cuales, una vez incluidas en su próxima publicación, esclarecerían a la humanidad, inmortalizando de paso a su autor, y bien puedo agregar que la avanzada edad del visitante, así como su conocido dominio de la ciencia moral, permitían suponer que no dejaría de estar al tanto de dichas ideas. Movido por tan elevadas miras, nuestro héroe invitó a sentarse al caballero visitante, mientras echaba nuevos leños al fuego y colocaba sobre la mesa, devuelta a su primitiva posición, algunas botellas de Mousseux. Completadas rápidamente estas operaciones, puso