derecha, un armario abierto desplegaba un formidable conjunto de botellas.
Allí mismo, cierta vez a eso de medianoche, durante el riguroso invierno de..., Pierre
Bon-Bon, después de escuchar un rato los comentarios de los vecinos sobre su singular
propensión, y echarlos finalmente a todos de su casa, corrió el cerrojo con un juramento y
se instaló, malhumorado, en un confortable sillón de cuero junto a un buen fuego de leña.
Era una de esas espantosas noches que sólo se dan una o dos veces cada siglo. Nevaba
copiosamente y la casa temblaba hasta los cimientos bajo las ráfagas del viento que,
entrando por las grietas de la pared, corriendo impetuosas por la chimenea, agitaban
terriblemente las cortinas del lecho del filósofo y desorganizaban sus fuentes de pâté y sus
papeles. El pesado volumen que colgaba fuera, expuesto a la furia de la tempestad, crujía
ominosamente, produciendo un sonido quejumbroso con sus puntales de roble macizo.
He dicho que el filósofo se instaló malhumorado en su lugar habitual junto al fuego.
Varias circunstancias enigmáticas ocurridas a lo largo del día habían perturbado la
serenidad de sus meditaciones. Al preparar unos œufs à la Princesse, le había resultado
desdichadamente una omelette à la Reine; el descubrimiento de un principio ético se
malogró por haberse volcado un guiso, y, finalmente —aunque no en último lugar—,
habíasele frustrado uno de esos admirables tratos que en todo momento le encantaba llevar
a feliz término. Empero, a la irritación de su espíritu nacida de tan inexplicable contrariedad
no dejaba de mezclarse algo de esa ansiedad nerviosa que la furia de una noche
tempestuosa se presta de tal manera a provocar.
Luego de silbar a su gran perro de aguas negro para que se instalara más cerca de él, y
de ubicarse intranquilo en su sillón, Bon-Bon no pudo dejar de recorrer con ojos inquietos y
cautelosos esos lejanos rincones del aposento cuyas densas sombras sólo parcialmente
alcanzaba a disipar el rojo fuego de la chimenea. Luego de completar un escrutinio cuya
exacta finalidad ni siquiera él era capaz de comprender, acercó a su asiento una mesita llena
de libros y papeles y no tardó en absorberse en la tarea de corregir un voluminoso
manuscrito, cuya publicación era inminente.
Llevaba así ocupado algunos minutos, cuando...
—No tengo ningún apuro, Monsieur Bon-Bon —murmuró una voz quejumbrosa en la
estancia.
—¡Demonio! —exclamó nuestro héroe, enderezándose de un salto, derribando la mesa
a un lado y mirando estupefacto en torno.
—Exactísimo —repuso tranquilamente la voz.
—¡Exactísimo! ¿Qué es exactísimo? ¿Y cómo ha entrado usted aquí? —vociferó el
metafísico, mientras sus ojos se posaban en algo que yacía tendido cuan largo era sobre la
cama.
—Le estaba diciendo —continuó el intruso, sin molestarse por las preguntas— que no
tengo la menor prisa, que el negocio que con su permiso me trae aquí no es urgente... y que,
en resumen, puedo muy bien esperar a que haya terminado con su exposición.
—¡Mi exposición! ¿Y cómo sabe usted... como puede saber que estaba escribiendo una
exposición? ¡Gran Dios...!
—¡Sh...! —susurró el personaje, con un sonido sibilante; y levantándose
presurosamente del lecho, dio un paso hacia nuestro héroe, mientras una lámpara de hierro
que colgaba sobre él se balanceaba convulsivamente ante su cercanía.
El asombro del filósofo no le impidi