manera bastante meritoria en un perro. Sin duda, empero, mucho de este respeto habitual
podía atribuirse a la apariencia del metafísico. Un aire distinguido se impone, preciso es
decirlo, hasta a los animales; y mucho había en el aire del restaurateur que podía
impresionar la imaginación de los cuadrúpedos. Siempre se advierte una majestad singular
en la atmósfera que rodea a los pequeños grandes —si se me permite tan equívoca
expresión— que la mera corpulencia física no es capaz de crear por su sola cuenta. Por eso,
aunque Bon-Bon tenía apenas tres pies de estatura y su cabeza era minúscula, nadie podía
contemplar la rotundidad de su vientre sin experimentar una sensación de magnificencia
que llegaba a lo sublime. En su tamaño, tanto hombres como perros veían un arquetipo de
sus capacidades, y en su inmensidad, el recinto adecuado para su alma inmortal.
En este punto podría —si ello me complaciera— extenderme en cuestiones de atuendo
y otras características exteriores de nuestro metafísico. Podría insinuar que llevaba el
cabello corto, cuidadosamente peinado sobre la frente y coronado por un gorro cónico de
franela con borlas; que su chaquetón verde no se adaptaba a la moda reinante entre los
restaurateurs ordinarios; que sus mangas eran algo más amplias de lo que permitía la
costumbre; que los puños no estaban doblados, como ocurría en aquel bárbaro período, con
el mismo material y color de la prenda, sino adornados de manera más fantasiosa, con e