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estomacal. Incluso no creo que estuviera muy en desacuerdo con los chinos, para quienes el alma reside en el estómago. Pensaba que, como quiera que fuese, los griegos tenían razón al emplear la misma palabra para la mente y el diafragma97. No pretendo insinuar con esto una acusación de glotonería, o cualquier otra imputación grave en perjuicio del metafísico. Si Pierre Bon-Bon tenía sus debilidades —¿y qué gran hombre no las tiene por miles?—, eran debilidades de menor cuantía, faltas que, en otros caracteres, suelen considerarse con frecuencia a la luz de las virtudes. Con respecto a una de estas debilidades, ni siquiera la mencionaría en este relato si no fuera por su notable prominencia, el extremo alto rilievo con que asoma en el plano de sus características generales. Hela aquí: jamás perdía la oportunidad de hacer un trato. No digo que fuera avaricioso... nada de eso. Para la satisfacción del filósofo, no era necesario que el trato fuese ventajoso para él. Con tal que se hiciera el convenio —de cualquier género, término o circunstancia—, veíase por muchos días una triunfante sonrisa en su rostro y un guiñar de ojos llenos de malicia que daba pruebas de su sagacidad. Un humor tan peculiar como el que acabo de describir hubiera llamado la atención en cualquier época, sin que tuviera nada de maravilloso. Pero en los tiempos de mi relato, si esta peculiaridad no hubiese llamado la atención, habría sido ciertamente motivo de maravilla. Pronto se llegó a afirmar que, en todas las ocasiones de este género, la sonrisa de Bon-Bon era muy diferente de la franca sonrisa irónica con la cual reía de sus propias bromas, o recibía a un conocido. Corrieron rumores de naturaleza inquietante; repetíanse historias sobre tratos peligrosos, concertados en un segundo y lamentados con más tiempo; y se citaban ejemplos de inexplicables facultades, vagos deseos e inclinaciones anormales, que el autor de todos los males suele implantar en los hombres para satisfacer sus propósitos. El filósofo tenía otras debilidades, pero apenas merecen que hablemos de ellas en detalle. Por ejemplo, es sabido que pocos hombres de extraordinaria profundidad de espíritu dejan de sentirse inclinados a la bebida. Si esta inclinación es causa o más bien prueba de esa profundidad, es cosa más fácil de decir que de demostrar. Hasta donde puedo saberlo, Bon-Bon no consideraba que aquello mereciera una investigación detallada, y tampoco yo lo creo. Empero, al ceder a una propensión tan clásica, no debe suponerse que el restaurateur perdía de vista esa intuitiva discriminación que caracterizaba al mismo tiempo sus ensayos y sus tortillas. Cuando se encerraba a beber, el vino de Borgoña tenía su honra, y había momentos destinados al Côte du Rhone. Para él, el Sauternes era al Medoc lo que Catulo a Homero. Podía jugar con un silogismo al probar el St. Peray, desenredar una discusión frente al Clos de Vougeot y trastornar una teoría en un torrente de Chambertin. Bueno hubiera sido que un análogo sentido del decoro lo hubiese detenido en la frívola tendencia a que he aludido más arriba, pero no era así. Por el contrario, dicho trait del filosófico Bon-Bon llegó a adquirir a la larga una extraña intensidad, un misticismo, como si estuviera profundamente teñido por la diablerie de sus estudios germánicos favoritos. Entrar en el pequeño café del cul-de-sac Le Pebre, en la época de nuestro relato, era entrar en el sanctum de un hombre de genio. Bon-Bon era un hombre de genio. No había un sólo sous-cuisinier en Rúan que no afirmara que Bon-Bon era un hombre de genio. Hasta su gato lo sabía, y se cuidaba mucho de atusarse la cola en su presencia. Su gran perro de aguas estaba al tanto del hecho y, cuando su amo se le acercaba, traducía su propia inferioridad conduciéndose admirablemente y bajando las orejas y las mandíbulas de 97 Φρένες.