meneando el rabo. Pero el filósofo prefirió no darse por enterado de tan indecorosa
conducta de su Majestad; limitóse a dar un puntapié al perro y ordenarle que se estuviera
quieto. El visitante continuó entonces:
—Descubrí que Horacio tenía un sabor muy parecido al de Aristóteles... y ya sabe
usted que me agrada la variedad. Imposible diferenciar a Terencio de Menandro. Para mi
asombro, Nasón era Nicandro disfrazado. Virgilio tenía un tonillo nasal como el de
Teócrito. Marcial me hizo recordar muchísimo a Arquíloco, y Tito Livio era sin duda
alguna Polibio.
—¡Hic! —observó aquí Bon-Bon, mientras su Majestad proseguía.
—Empero, si algún penchant tengo, Monsieur Bon-Bon... si algún penchant tengo, es
el de la filosofía. Permítame decirle, sin embargo, que no cualquier demo... que no
cualquier caballero sabe cómo elegir a un filósofo. Los de estatura elevada no son buenos,
y los mejores, si no se los descascara bien, tienden a ser un tanto amargos a causa de la hiel.
—¡Si no se los descascara...!
—Quiero decir, si no se los saca de su cuerpo.
—¿Y qué pensaría usted de un... ¡hic!... médico?
—¡Ni los mencione, por favor! ¡Puah, puah! —y su Majestad eructó violentamente—.
Solamente probé uno... ese canalla de Hipócrates... ¡Olía a asafétida!... ¡Puah, puah! Pesqué
un terrible resfrío, lavándolo en la Estigia... y a pesar de todo me contagió el cólera morbo.
—¡Qué... hic... qué miserable! —exclamó Bon-Bon—. ¡Qué aborto... hic... de una caja
de píldoras!
Y el filósofo vertió una lágrima.
—Después de todo —continuó el visitante—, si un demo... si un caballero ha de vivir,
necesita desplegar suficiente habilidad. Entre nosotros, un rostro rechoncho indica
diplomacia.
—¿Cómo es eso?
—Pues bien, a veces nos vemos bastante apretados en materia de provisiones. Tiene
usted que saber que, en un clima tan bochornoso como el nuestro, resulta imposible
mantener vivo a un espíritu por más de dos o tres horas, y, luego de muerto, a menos de
encurtirlo inmediatamente (y un espíritu encurtido no es sabroso), se pone a... a oler,
¿comprende usted? La putrefacción es de temer siempre que nos envían las almas en la
forma habitual.
—¡Hic! ¡Hic! ¡Gran Dios! ¿Y cómo se las arreglan?
En este momento la lámpara de hierro empezó a oscilar con redoblada violencia y el
diablo saltó a medias de su asiento; pero luego, con un contenido suspiro, recobró la
compostura, limitándose a decir en voz baja a nuestro héroe:
—Le ruego una cosa, Pierre Bon-Bon: que no profiera juramentos.
El filósofo se zampó otro vaso, a fin de denotar su plena comprensión y aquiescencia, y
el visitante continuó:
—Pues bien, nos arreglamos de diversas maneras. La mayoría de nosotros se muere de
hambre; algunos transigen con el encurtido; por mi parte, compro mis espíritus vivient
corpore, pues he descubierto que así se conservan muy bien.
—¿Pero el cuerpo ...hic