mis buenas razones para hacerlo en zonas completamente opuestas a aquellas hacia las
cuales Mr. Goodfellow había dirigido a los vecinos. El resultado fue que, algunos días más
tarde, llegué a un antiguo pozo seco, cuya boca estaba casi enteramente cubierta de zarzas;
y allí, en el fondo, hallé lo que buscaba.
Ocurrió que yo había escuchado el diálogo entre los dos amigos, cuando Mr.
Goodfellow se las arregló para inducir a su anfitrión a que le regalara un cajón de Chateau
Margaux. Basándome en este hecho, decidí obrar en consecuencia. Procurándome un trozo
muy fuerte de barba de ballena, lo introduje por la garganta del cadáver y metí a éste en un
viejo cajón de vino, teniendo cuidado de doblarlo en forma tal que la barba de ballena se
doblara junto con él. De esta manera tuve que apretar fuertemente la tapa para mantenerla
ajustada mientras la clavaba; y, como es natural, tenía la seguridad de que, tan pronto los
clavos fueran extraídos, la tapa se levantaría, y tras ella el cuerpo.
Arreglado así el cajón, lo marqué y numeré como se ha dicho; luego de escribir una
supuesta carta de los vinateros que surtían a Mr. Shuttleworthy, di instrucciones a mi criado
para que llevara el cajón en una carretilla hasta la puerta de Mr. Goodfellow, a una señal
que yo le haría. En cuanto a las palabras que pensaba hacer pronunciar al cadáver, confiaba
suficientemente en mis habilidades de ventrílocuo, y por lo que respecta a su efecto,
confiaba en la conciencia del miserable asesino.
Creo que no me queda nada por explicar. Mr. Pennifeather fue puesto inmediatamente
en libertad, heredó la fortuna de su tío y, aprovechando la lección de la experiencia, inició
desde aquel día una nueva y dichosa vida.