Test Drive | Page 433

instante, surgió del interior, enfrentando al huésped, el magullado, sangriento y putrefacto cadáver de Mr. Shuttleworthy. Por un instante contempló fija y dolorosamente, con sus ojos sin brillo y ya sin forma, el rostro de Mr. Goodfellow. Entonces, lenta pero claramente, se oyó que decía estas palabras: «¡Tú eres el hombre!» Y cayendo sobre el borde del cajón, como satisfecho de lo que había dicho, quedó con los brazos colgando sobre la mesa. La escena que siguió excede toda descripción. La carrera hacia las puertas y ventanas fue espantosa, y muchos de los hombres más robustos se desmayaron allí mismo de puro horror. Pero, después del primer clamoroso arrebato de miedo, todos los ojos se clavaron en Mr. Goodfellow. Aunque viva mil años, jamás olvidaré la más que mortal agonía reflejada en la horrorosa expresión de su cara, espectralmente pálida después de haberse mostrado tan rubicunda de vino y de triunfo. Durante varios minutos permaneció inmóvil como una estatua de mármol; sus ojos, absolutamente privados de expresión, parecían vueltos hacia adentro y perdidos en el espectáculo de su propia alma asesina. Por fin la vida surgió otra vez, proyectada hacia el mundo exterior; levantándose de un salto, cayó pesadamente con la cabeza y los hombros sobre la mesa, en contacto con el cadáver, mientras de sus labios brotaba rápida y vehemente la detallada confesión del espantoso crimen por el cual Mr. Pennifeather hallábase encarcelado y esperando la muerte. Lo que contó fue, en resumen, lo siguiente: Había seguido a su víctima hasta las vecindades del charco, hirió allí al caballo de un pistoletazo y mató a Mr. Shuttleworthy a golpes de culata. Luego de apoderarse de la cartera de la víctima, supuso que el caballo había muerto y lo arrastró con gran trabajo hasta las zarzas contiguas al charco. Cargó el cadáver de su víctima sobre su propio caballo y lo llevó a un lugar donde hacerlo desaparecer, situado a mucha distancia a través de los bosques. El chaleco, la navaja, la cartera y la bala habían sido colocados por él mismo donde fueron hallados, a fin de vengarse de Mr. Pennifeather. También se las arregló para dejar en su cuarto el pañuelo y la camisa manchados de sangre. Hacia el final del espeluznante relato, las palabras del miserable asesino se hicieron sordas y entrecortadas. Cuando hubo terminado, se enderezó, alejándose tambaleante de la mesa, hasta caer... muerto. Aunque eficientes, los medios mediante los c uales pudo lograrse esta oportuna confusión fueron bien sencillos. La exagerada franqueza y bonhomía de Mr. Goodfellow me había disgustado desde el principio, despertando mis sospechas. Me hallaba presente cuando Mr. Pennifeather lo golpeó, y la diabólica expresión de su rostro, por más pasajera que fuese, me dio la seguridad de que no dejaría de cumplir al pie de la letra su promesa de vengarse. Hallábame, pues, preparado para apreciar las maniobras del «viejo Charley» de una manera muy diferente de la de los buenos vecinos de Rattleborough. Vi de inmediato que todos los descubrimientos incriminatorios nacían directa o indirectamente de él. Pero lo que me abrió completamente los ojos fue el episodio de la bala hallada por Mr. Goodfellow en el cuerpo del caballo. Aunque los vecinos lo habían olvidado, yo no dejé de recordar que el caballo presentaba un orificio por donde había penetrado el proyectil, y otro por donde había salido. Si se encontraba una bala en el cuerpo, tenía que haber sido depositada allí por la misma persona que decía haberla encontrado. La camisa y el pañuelo ensangrentados confirmaron la idea sugerida por el hallazgo de la bala; en efecto, el examen de la sangre demostró que se trataba solamente de vino tinto. Pensando en esas cosas, y también en el rumboso cambio de vida de Mr. Goodfellow, mis sospechas se hicieron cada vez más fuertes, y no eran menos intensas por ser el único que las abrigaba. En el ínterin, me ocupé privadamente de buscar el cadáver de Mr. Shuttleworthy; tenía