Estimado señor:
De conformidad con un pedido transmitido a nuestra firma, hace dos meses, por
nuestro estimado cliente Mr. Barnabas Shuttleworthy, tenemos el honor de remitirle a su
domicilio un doble cajón de Chateau Margaux, marca antílope, sello violeta. Cajón
numerado y marcado como se indica al pie.
Saludamos a usted muy atentamente,
HOGGS, FROGS, BOGS & CO.
Ciudad de. ..,21 de junio 18...
P. S.—El cajón le llegará al día siguiente del recibo de esta carta. Agregamos nuestros
saludos a Mr. Shuttleworthy.
H.,F.,B.&CO.
Chal. Mar. A. N° 1, 6 doc. bot. (1/2 gruesa).
A decir verdad, desde la muerte de Mr. Shuttleworthy, Mr. Goodfellow había perdido
toda esperanza de recibir alguna vez el prometido Chateau Margaux, por lo cual le pareció
que recibirlo ahora representaba una especial merced de la Providencia. Como es natural,
se llenó de regocijo, y en la exuberancia de su alegría invitó a un numeroso grupo de
amigos a un petit souper para la noche siguiente, dispuesto a hacerles probar parte del
regalo del buen Mr. Shuttleworthy. Por cierto que no dijo nada acerca del «buen
Shuttleworthy» cuando expidió las invitaciones. Después de pensarlo mucho, decidió
proceder así. Que yo sepa, a nadie mencionó que hubiera recibido un regalo de Chateau
Margaux. Limitóse a invitar a sus amigos a que compartieran con él un vino de excelente
calidad y fino aroma que había encargado dos meses atrás y que recibiría al día siguiente.
Muchas veces me he sentido perplejo pensando por qué el «viejo Charley» decidió no decir
a nadie que aquel vino era un obsequio de su viejo amigo, pero me fue imposible
comprender sus razones para callar, aunque sin duda debía tenerlas, y excelentes.
Llegó el día siguiente, y con él una numerosa y distinguida asistencia se hizo presente
en casa de Mr. Goodfellow. Puede decirse que la mitad del pueblo estaba allí (y yo entre
ellos), pero, para gran irritación del huésped, el Chateau Margaux no apareció hasta última
hora, cuando la suntuosa cena ofrecida por el «viejo Charley» había sido ampliamente
saboreada por los huéspedes. Llegó, empero, y por cierto que era un cajón enormemente
grande; entonces, como la asamblea se hallaba de muy buen humor, decidióse por
unanimidad que se colocaría sobre la mesa y que se extraería inmediatamente su contenido.
Dicho y hecho. Por mi parte, di una mano, y en menos de un segundo teníamos el cajón
sobre la mesa, en medio de las botellas y vasos, gran parte de los cuales se rompieron en la
confusión. El «viejo Charley», que estaba completamente borracho y tenía el rostro
empurpurado, sentóse con aire de burlona dignidad en la cabecera, golpeando furiosamente
sobre la mesa con un vaso, mientras reclamaba orden y silencio «durante la ceremonia del
desentierro del tesoro».
Luego de algunas vociferaciones, se logró restablecer el orden y, como suele suceder
en tales casos, se produjo un profundo y extraño silencio. Habiéndoseme pedido que
levantara la tapa, acepté, como es natural, «con infinito placer». Inserté un formón, pero
apenas hube dado unos martillazos, la tapa del cajón se alzó bruscamente y, en el mismo