del delito. Ahora bien, en este caso, la pregunta cui bono? implicaba directamente a Mr.
Pennifeather. Luego de testar en su favor, su tío lo había amenazado con desheredarlo. Pero
la amenaza no había sido llevada a efecto; el testamento original, según se supo, no
presentaba alteración. En caso contrario, el único motivo presumible para el crimen habría
sido el muy ordinario de la venganza; pero aún éste podía rebatirse por la esperanza de todo
desheredado de volver a ganar la confianza de su pariente. No habiéndose modificado el
testamento, mientras la amenaza seguía suspendida sobre la cabeza del sobrino, todos
vieron en ello el más manifiesto motivo para tan horrible crimen, y tal fue la sagaz
conclusión de los meritorios ciudadanos de Rattlesborough.
Mr. Pennifeather, pues, fue arrestado allí mismo y la multitud, luego de buscar otro
poco, se volvió al pueblo llevándolo bien custodiado. En el camino, además, ocurrió otra
cosa tendente a confirmar las sospechas existentes. Mr. Goodfellow, cuyo celo lo hacía
adelantarse siempre al grueso del grupo, corrió unos pasos, agachóse y levantó un objeto
que había en el pasto. Luego de examinarlo rápidamente, se notó que intentaba esconderlo
en el bolsillo de la chaqueta, pero los otros se lo impidieron, viéndose que el objeto hallado
era una navaja española que una docena de personas reconocieron inmediatamente como de
propiedad de Mr. Pennifeather. Lo que es más, sus iniciales aparecían grabadas en el puño.
La hoja de la nava ja estaba abierta y ensangrentada.
Ya no podía quedar duda sobre la culpabilidad del sobrino del muerto, y, apenas
llegados a Rattlesborough, fue entregado al juez para su interrogatorio.
Su situación adquirió entonces un cariz aún más desagradable. Al preguntársele dónde
había estado la mañana de la desaparición de Mr. Shuttleworthy, tuvo la descarada audacia
de admitir que aquel día había salido con su rifle a cazar ciervos en las inmediaciones del
charco donde se había encontrado, gracias a la sagacidad de Mr. Goodfellow, su chaleco
ensangrentado.
El «viejo Charley» levantóse entonces y, con lágrimas en los ojos, pidió permiso para
declarar. Dijo que un profundo sentido del deber para con su Hacedor y sus semejantes no
le permitía continuar en silencio por más tiempo. Hasta ahora, el más sincero afecto hacia
el joven inculpado (no obstante la forma en que se había conducido con él) lo había movido
a imaginar cuanta hipótesis le sugería la imaginación, a fin de explicar todo lo sospechoso
de esas circunstancias tan incriminatorias para Mr. Pennifeather; pero dichas circunstancias
eran ya demasiado convincentes, demasiado condenatorias. No podía vacilar, diría lo que
sabía, aunque su corazón le estallara de dolor al hacerlo.
Procedió entonces a declarar que, la tarde anterior a la partida de Mr. Shuttleworthy,
este venerable caballero había dicho a su sobrino (y él, Mr. Goodfellow, lo había oído) que
el motivo que lo llevaba a viajar al día siguiente por la mañana era hacer un depósito de una
cuantiosa suma de dinero en el Banco de los Granjeros y Mecánicos de la ciudad; agregó
que en el curso de la conversación, Mr. Shuttleworthy había manifestado redondamente a
su sobrino la irrevocable determinación de anular su testamento y desheredarlo hasta el
último centavo. Y, tras de ello, el testigo pidió solemnemente al inculpado que declarara si
lo que acababa de decir era o no la más escrupulosa de las verdades.
Para la estupefacción de los presentes, Mr. Pennifeather admitió francamente que lo
dicho era la verdad.
El magistrado consideró entonces pertinente enviar a dos oficiales de policía para que
efectuaran una perquisición en el aposento que el joven ocupaba en casa de su tío. Los
policías no tardaron en volver trayendo consigo la bien conocida cartera de cuero bermejo,
con aplicaciones de metal, que el anciano desaparecido llevara consigo durante años.