vistiendo el chaleco en cualquier momento subsiguiente a la desaparición de Mr.
Shuttleworthy.
Todo esto creaba una situación sumamente seria para el joven, y como confirmación de
las sospechas desatadas contra él notóse que se ponía terriblemente pálido y que no era
capaz de pronunciar una palabra cuando se lo urgió a que se explicara. Ante esto, los pocos
amigos que su disoluta manera de vivir le habían dejado lo abandonaron instantáneamente
y se mostraron todavía más enérgicos que sus antiguos y reconocidos enemigos al
demandar su arresto inmediato
Empero, la magnanimidad de Mr. Goodfellow brilló entonces, por contraste, con su
más alto resplandor. Hizo una cálida y elogiosa defensa de Mr. Pennifeather, durante la
cual aludió más de una vez a su propio y sincero perdón por el insulto que aquel disipado
joven, «heredero del excelente Mr. Shuttleworthy», le había inferido en un arrebato de
pasión. «Lo perdonaba —agregó— desde lo más profundo de su corazón, en cuanto a él
(Mr. Goodfellow), lejos de llevar a su extremo las sospechosas circunstancias que
desgraciadamente existían contra Mr. Pennifeather, haría todo cuanto estuviera en su poder
y emplearía la escasa elocuencia de que era capaz para... para suavizar, en la medida en que
pudiera hacerlo en paz con su conciencia, los peores aspectos que presentaba aquel
extraordinario y enigmático asunto.»
Mr. Goodfellow continuó durante una larga media hora en este tono, que hacía gran
honor tanto a su inteligencia como a su corazón; pero las gentes de corazón generoso pocas
veces son capaces de observaciones sensatas; incurren en toda clase de errores, contretemps
y despropósitos en el entusiasmo de su celo por servir a un amigo; y así, con las mejores
intenciones de este mundo, le hacen muchísimo daño en lugar de favorecerlo.
Así ocurrió en el presente caso con la elocuencia del «viejo Charley», pues, aunque se
esforzaba por ayudar al sospechoso, sucedió —no sé bien cómo— que cada sílaba que
pronunciaba, con la deliberada o inconsciente intención de no exagerar la buena opinión del
público sobre el orador, tuvo el efecto de acentuar las sospechas ya latentes sobre la
persona cuya causa defendía y exasperar contra él la furia de la multitud.
Uno de los errores más inexplicables cometidos por el orador fue su alusión al
sospechoso como «el heredero del excelente Mr. Shuttleworthy». Ninguno de los presentes
había pensado antes en eso. Recordaban solamente ciertas amenazas proferidas un año atrás
por el tío en el sentido de desheredar a su sobrino (que era su único pariente), y daban por
seguro que éste había sido, en efecto, desheredado; tan simples eran los vecinos de
Rattlesborough. Pero las observaciones del «viejo Charley» los hicieron pensar en el asunto
y advirtieron la posibilidad de que aquellas amenazas no hubieran pasado de tales. Sin
transición, pues, surgió la pregunta natural de cui bono?, que sirvió aún más que el chaleco
para atribuir tan horrible crimen al joven Pennifeather. Aquí, a fin de no ser mal entendido,
permítaseme una digresión para hacer notar que esta brevísima y sencilla frase latina es
invariablemente mal traducida y mal concebida. En todas las novelas de misterio y en otras
—por ejemplo, las de Mrs. Gore, autora de Cecil, dama que cita en todas las lenguas, desde
el caldeo al chickasaw, ayudada sistemáticamente en su erudición por Mr. Beckford—, en
todas esas novelas, repito, desde las de Bulwer Lytton y Dickens hasta las de Turnapenny y
Ainsworth, las dos palabritas latinas cui bono son traducidas: «¿con qué fin?», o (como si
fuera quo bono): «¿con qué ventaja?». Empero, su verdadero sentido es: «¿para beneficio
de quién?». Cui, de quién; bono, ¿es para beneficio? La frase es puramente legal y se aplica
precisamente en casos como el que nos ocupa, donde la probabilidad de que alguien haya
cometido un delito depende del beneficio que recaiga sobre el mismo como consecuencia