duración». ¿Qué hacer, entonces? A los quince años, y aun a los veintiuno (pues yo había
franqueado ya mi quinta olimpiada), cinco años de espera equivalen a quinientos.
Inútilmente asediaba a mi tío con mis demandas. Había él encontrado una pièce de
résistence (como dirían los señores Ude y Carene), que se adaptaba maravillosamente a su
petulante fantasía. Job mismo se hubiera indignado al ver cómo aquel viejo gato jugaba con
nosotros cual si fuéramos dos miserables ratoncillos. En lo profundo de su corazón nada
deseaba con más ardor que nuestra unión. Desde el principio había estado de acuerdo. Y
hubiera sido capaz de sacar diez mil libras de su propio bolsillo (pues la dote de Kate era de
ella), de habérsele ocurrido alguna cosa que excusara nuestro natural deseo. Pero habíamos
sido lo bastante imprudentes como para mencionar el tema por nuestra cuenta. No
oponerse, bajo tales circunstancias, hubiera estado más allá de sus fuerzas.
He dicho ya que mi tío tenía sus puntos débiles, pero no debe entenderse por ello que
aludo a su obstinación. Al contrario, ésta se contaba entre sus puntos fuertes: assurément ce
n’était pas son faible. Cuando hablo de sus debilidades me refiero a una supersti ción de
vieja solterona que lo dominaba. Se consideraba muy fuerte en sueños, portentos, et id
genus omne de galimatías. Mostrábase asimismo muy puntilloso en pequeños detalles de
honor y, a su manera, era hombre de palabra. Más aún: estas cosas le constituían una
verdadera obsesión. No tenía el menor escrúpulo en faltar al espíritu de sus promesas, pero
la letra era para él cosa inviolable.
Esta peculiaridad de su carácter, sumada al ingenio de Kate, nos permitió un día —
poco después de mi entrevista con mi tío en el salón— sacarle una inesperada ventaja; pero
ahora, después de haber agotado como los modernos bardos y oradores todo mi tiempo
disponible en prolegómenos, resumiré lo sucedido en las pocas palabras que constituyen el
meollo de la historia.
Ocurrió —pues así lo ordenaron los hados— que entre los conocidos de mi prometida
se contaban dos oficiales de la marina que acababan de volver a Inglaterra después de un
año de ausencia. Concertado nuestro plan, mi prima, ambos caballeros y yo acudimos a
visitar a mi tío en la tarde del domingo 10 de octubre, exactamente tres semanas después de
la memorable decisión que tan cruelmente había desbaratado nuestras esperanzas. Durante
la primera media hora la conversación tocó los temas ordinarios, pero luego logramos, de
manera muy natural, darle el siguiente giro:
Capitán Pratt.—Pues bien, he estado un año ausente. Exactamente un año... ¡Veamos!
¡Pues, sí, hoy es diez de octubre! ¿Recuerda, Mr. Rumgudgeon, que vine a despedirme de
usted hace exactamente un año? Dicho sea de paso, me parece una coincidencia bastante
curiosa que nuestro amigo aquí presente, el capitán Smitherton, haya estado también
ausente un año... Exactamente un año, ¿no es así?
Smitherton.—En efecto, hoy hace un año justo. Recordará usted, Mr. Rumgudgeon,
que vine aquel día en compañía del capitán Pratt, a fin de despedirme de usted.
Tío.—Sí, sí... me acuerdo muy bien... ¡Ciertamente es muy raro! Ambos ausentes
durante un año... Muy extraña coincidencia, por cierto. Lo que el doctor Dubble L. Dee
llamaría una extraordinaria concurrencia de sucesos. El doctor Dub...
Kate.—(Interrumpiéndolo.) ¡Sí, papá, es muy extraño! Pero el capitán Pratt y el capitán
Smitherton no siguieron la misma ruta, y eso significa una diferencia.
Tío.—¿Una diferencia, muchacha? ¡Al contrario! ¡La cosa es así muchísimo más
notable! El doctor Dubble L. Dee...
Kate.—¿Sabes, papá? El capitán Pratt dio la vuelta al cabo de Hornos, y el capitán
Smitherton al de Buena Esperanza.