exactamente cuando haya tres domingos en una semana. ¿Has entendido, caballerito? ¿Por
qué te quedas boquiabierto? Te lo repito: tendrás a Kate y tendrás la pecunia cuando haya
tres domingos en una semana, pero no hasta entonces, gran bribón... ¡no hasta entonces,
aunque me maten! Ya me conoces, y sabes que soy hombre de palabra. ¡Y ahora vete!
Tras lo cual vació su vaso de oporto, mientras yo escapaba desesperado del salón.
Mi tío abuelo Rumgudgeon era un «excelente anciano caballero inglés», pero, a
diferencia del de la canción, tenía sus puntos débiles. Era un personaje diminuto, obeso,
pomposo, apasionado y hemisférico, de roja nariz, gran cabezota, abundante faltriquera y
elevado concepto de su persona. Dueño del mejor corazón de este mundo, un especial
espíritu de contradicción le había hecho ganar, entre aquellos que sólo lo conocían
superficialmente, fama de tacaño. Como muchas personas excelentes, parecía dominado
por el caprichoso deseo de gastar la paciencia, deseo que, a primera vista, hubiera podido
confundirse con maldad. A cualquier pedido que le hacía, un rotundo «¡No!» era su
respuesta inmediata; pero al final —muy al final— terminaba negándose a muy pocos
pedidos. Se defendía empecinadamente contra todo ataque que llevara a su faltriquera, pero
terminaba dando sumas que estaban en proporción directa con la duración del sitio y el
empecinamiento de la resistencia. En materia de caridad, nadie daba más con menos
amabilidad.
Mi tío demostraba el más profundo de los desprecios por las bellas artes y, muy
especialmente, por la literatura. Casimir Perier le había inspirado este último, con su
petulante pregunta: A quoi un poète est-il bon?, que mi tío repetía en todos los casos y con
la más extraña de las pronunciaciones, considerándola el nec plus ultra del ingenio. Así, mi
frecuentación de las Musas había provocado su profundo disgusto. Cierto día en que le
solicité un nuevo ejemplar de Horacio, me aseguró que la traducción de Poeta nascitur non
fit era: «A nasty poet for nohting fit» (Un repugnante poeta, incapaz de nada); naturalmente
su versión me produjo grandísima cólera. El antagonismo de mi tío hacia las
«humanidades» había ido en aumento en los últimos tiempos, a causa de una inclinación
hacia lo que él consideraba ciencias naturales. Alguien lo había detenido en la calle
confundiéndolo nada menos que con el doctor Dubble L. Dee, conferenciante en física
recreativa y otras fruslerías. Esta confusión lo deslumbró, y, en la época de este relato (ya
que en definitiva se está convirtiendo en un relato), mi tío abuelo Rumgudgeon sólo se
mostraba accesible y pacífico en todo aquello que coincidiera con el capricho científico que
lo dominaba. En cuanto al resto, se reía desaforadamente de todo, y en materia política era
tan obstinado como simple. Creía con Horsley, que «nada tiene el pueblo que ver con las
leyes, aparte de obedecerlas».
Había yo pasado toda mi vida a su lado, pues mis padres, al morir, me legaron a él
como la más rica de las herencias. Creo que el viejo miserable me quería como a su propio
hijo (y casi tanto como quería a Kate), pero lo mismo me daba una vida de perros. Desde
que cumplí un año hasta los cinco, me aplicó constantes y regulares azotainas. De los cinco
a los quince, me amenazó a cada momento con enviarme a un reformatorio. De los quince a
los veinte, no pasó un día sin que me prometiera desheredarme hasta el último centavo.
Cierto es que yo era una buena pieza, pero esto formaba parte de mi naturaleza y valía
como un artículo de fe. En Kate, empero, tenía una amiga leal, y no lo ignoraba. Era una
excelente muchacha, que me había prometido gentilmente ser mi esposa (con pecunia y
todo), siempre que me las arreglara para obtener el consentimiento de mi tío abuelo. ¡Pobre
niña! Tenía apenas quince años y, sin ese consentimiento, su escaso capital no le sería
entregado hasta después de que cinco interminables veranos «arrastraran consigo su lenta