—¡Smith! —exclamó ésta mientras dábamos vueltas y vueltas en un pas de zéphyr—
¿Se refiere usted al general John A. B. C.? ¡Ah, qué terrible esa historia de los cocos! ¿No
es cierto? ¡Qué gentes tan horribles son los indios! ¡Ponga la punta de los pies hacia afuera!
¿No le da vergüenza? Un hombre valerosísimo, el pobre... Pero vivimos en una época de
maravillosas invenciones... ¡Dios mío, me falta el aliento! ¡Sí, un coraje temerario!
¡Prodigios de valor! ¿Que nunca oyó usted hablar de él? ¡Imposible! ¡Tengo que sentarme
y hacérselo saber! ¡Si justamente Smith es el hombre que...!
—¡Man-fredo! —gritó Miss Sabihonda, en momentos en que yo llevaba a Mrs.
Pirouette hacia un sofá—. ¿Cómo sé puede decir semejante cosa? ¡Le aseguro que se trata
de Man-fredo y no de Man-frido!
Y como Miss Sabihonda me tomara por testigo de la manera más perentoria, me vi
precisado, quisiera o no, a terciar en la solución de una disputa referente al título de cierto
drama poético de Lord Byron. Y aunque afirmé de inmediato que el verdadero título era
Man-frido, y de ninguna manera Man-fredo, apenas me volví en busca de Mrs. Pirouette
descubrí que se había perdido de vista, por lo cual me marché de su casa envuelto en la más
amarga animosidad contra la entera raza de las sabihondas.
Las cosas se estaban poniendo muy serias, y resolví visitar sin pérdida de tiempo a mi
amigo íntimo Mr. Theodore Sinivate, pues estaba seguro de obtener de él alguna
información precisa.
—¡Smith! —exclamó, con su peculiar manera de arrastrar las palabras—. ¿No se
tratará del general John A. B. C.? Triste asunto ese de los kickapoos, ¿no es cierto? Una
temeridad extraordinaria... ¡una lástima verdaderamente! ¡Qué época, qué maravillosos
inventos! ¡Prodigios de valor! Dicho sea de paso, ¿no oyó hablar usted del capitán
Hombrequet?
—¡Que se vaya al diablo el capitán Hombrequet! —repuse—. Por favor, siga con su
relato.
—¡Ejem! Pues bien... es exactamente la même cho-o-ose, como decimos en Francia.
¿Smith, eh? ¿El brigadier general John A. B. C.? Vea usted... —y aquí Mr. Sinivate creyó
oportuno ponerse un dedo contra la nariz—. ¿No pretenderá insinuar, verdadera y
conscientemente, que no sabe nada de la historia de Smith? Porque usted habla de Smith,
supongo, de John A. B. C., ¿eh? Pues, estimado amigo, se trata del hombre...
—Señor Sinivate —imploré—. ¿Se trata del hombre de la máscara de hierro?
—No-o-o —repuso, con aire de entendido—. Ni tampoco del hombre de la luna.
Consideré que esta réplica constituía un punzante y claro insulto, y abandoné de
inmediato la casa, lleno de cólera y dispuesto a exigir a mi amigo Mr. Sinivate una pronta
explicación por tan poco caballeresca conducta y tanta mala educación.
Pero, en el ínterin, no estaba dispuesto a renunciar a las informaciones que deseaba. Me
quedaba todavía un recurso. Lo mejor sería ir a la fuente misma. Visitaría inmediatamente
al general, pidiéndole con palabras explícitas una solución de tan abominable misterio.
Aquí al menos, no habría posibilidad de error. Sería llano, positivo, perentorio, tan conciso
como Tácito o Montesquieu.
Llegué muy temprano a casa del general, que se estaba vistiendo, pero como insistí en
que se trataba de algo urgente, un viejo mucamo negro me hizo pasar al dormitorio, y se
quedó allí para servir a su amo. Como es natural, al entrar en la habitación miré en torno
buscando a su ocupante, pero no lo distinguí. Había un bulto muy grande y muy raro contra
mis pies, y, como no estaba yo del mejor de los humores, le di un puntapié para quitarlo del
camino.