Test Drive | Page 417

—¡Smith! —coreó pensativamente Miranda—. ¡Dios me bendiga! ¿Vio usted alguna vez un hombre de mejor estampa? —Jamás, amiga mía; pero, por favor, dígame usted... —¿Y una gracia tan inimitable? —Nunca, bajo palabra de honor. Pero quisiera saber... —¿O un sentido tan profundo de la escena? —¡Señorita! —¿O una apreciación más delicada de las verdaderas bellezas de Shakespeare? ¡Mire usted qué piernas! —¡Oh, qué demonios! —dije, y me volví otra vez hacia su hermana. —¡Smith! —repitió ella—. ¿No será el general John A. B. C.? ¡Ah, qué horrible fue aquello! ¿No es cierto? ¡Y qué miserables los cocos... de un salvajismo...! Afortunadamente vivimos en una época de tantas invenciones... ¡Smith, oh, sí, un gran hombre! ¡Temerario hasta el límite! ¡Renombre inmortal! ¡Prodigios de coraje! ¡Nunca oí nada parecido! (Esto fue dicho a gritos.) ¡Dios me asista! Ya sabe usted, es el hombre que... ...ni la mandragora Ni todos lo elixires somníferos del mundo Te proporcionarán jamás ese dulce sueño De que gozaste ayer! —aulló Climax casi en mi oído y agitando el puño delante de mi cara en una forma que no pude ni quise tolerar. Me separé inmediatamente de las señoritas Cognoscenti, pasé entre bastidores y, al aparecer aquel pillo, le di una paliza que espero recordará hasta el día de su muerte. Durante la soirée en casa de una encantadora viuda, Mrs. Kathleen O’Trump, me sentí seguro de que no volvería a sufrir una decepción. Apenas nos habíamos sentado a la mesa de juego, teniendo a mi bonita huéspeda vis-à-vis, le hice las preguntas cuya respuesta se había convertido en algo tan esencial para mi tranquilidad de espíritu. —¡Smith! —dijo mi amiga—. ¿Supongo que alude usted al general John A. B. C.? ¡Qué terrible episodio! ¿O