—¡Smith! —coreó pensativamente Miranda—. ¡Dios me bendiga! ¿Vio usted alguna
vez un hombre de mejor estampa?
—Jamás, amiga mía; pero, por favor, dígame usted...
—¿Y una gracia tan inimitable?
—Nunca, bajo palabra de honor. Pero quisiera saber...
—¿O un sentido tan profundo de la escena?
—¡Señorita!
—¿O una apreciación más delicada de las verdaderas bellezas de Shakespeare? ¡Mire
usted qué piernas!
—¡Oh, qué demonios! —dije, y me volví otra vez hacia su hermana.
—¡Smith! —repitió ella—. ¿No será el general John A. B. C.? ¡Ah, qué horrible fue
aquello! ¿No es cierto? ¡Y qué miserables los cocos... de un salvajismo...! Afortunadamente
vivimos en una época de tantas invenciones... ¡Smith, oh, sí, un gran hombre! ¡Temerario
hasta el límite! ¡Renombre inmortal! ¡Prodigios de coraje! ¡Nunca oí nada parecido! (Esto
fue dicho a gritos.) ¡Dios me asista! Ya sabe usted, es el hombre que...
...ni la mandragora
Ni todos lo elixires somníferos del mundo
Te proporcionarán jamás ese dulce sueño
De que gozaste ayer!
—aulló Climax casi en mi oído y agitando el puño delante de mi cara en una forma que
no pude ni quise tolerar. Me separé inmediatamente de las señoritas Cognoscenti, pasé
entre bastidores y, al aparecer aquel pillo, le di una paliza que espero recordará hasta el día
de su muerte.
Durante la soirée en casa de una encantadora viuda, Mrs. Kathleen O’Trump, me sentí
seguro de que no volvería a sufrir una decepción. Apenas nos habíamos sentado a la mesa
de juego, teniendo a mi bonita huéspeda vis-à-vis, le hice las preguntas cuya respuesta se
había convertido en algo tan esencial para mi tranquilidad de espíritu.
—¡Smith! —dijo mi amiga—. ¿Supongo que alude usted al general John A. B. C.?
¡Qué terrible episodio! ¿O