una edad maravillosa. ¡Paracaídas y ferrocarriles... trampas perfeccionadas y fusiles de
gatillo! Nuestros barcos a vapor recorren todos los mares, y el globo de Nassau se dispone a
efectuar viajes regulares (a sólo veinticinco libras el pasaje) entre Londres y Timboctú.
¿Quién puede prever la inmensa influencia sobre la vida social, las artes, el comercio, la
literatura, que habrán de tener los grandes principios del electromagnetismo? ¡Y le aseguro
a usted que no es todo! El progreso de las invenciones no conoce fin. Las más admirables,
las más ingeniosas... y permítame usted agregar, Mr... Mr. Thompson, según creo,
permítame agregar, digo, que los dispositivos mecánicos mas útiles, los más
verdaderamente útiles... surgen día a día como hongos, si es que puedo expresarme así o,
más figurativamente, como... sí, como saltamontes... como saltamontes, Mr. Thompson...
en torno de nosotros... ¡ja, ja!... en torno de nosotros.
Mi nombre no es Thompson; pero de más está decir que me separé del general Smith
con multiplicado interés por su persona, imbuido de una altísima opinión sobre sus dotes de
conversador y una profunda convicción de los valiosos privilegios que gozamos por vivir
en esta época de invenciones mecánicas. Mi curiosidad, sin embargo, no había quedado
completamente satisfecha, y resolví de inmediato hacer averiguaciones entre mis amistades
sobre el brigadier general honorario y sobre los tremendos sucesos quorum pars magna fuit
durante la campaña de los cocos y de los kickapoos.
La primera oportunidad que se me presentó y que (horresco referens) no tuve el menor
escrúpulo en aprovechar, aconteció en la iglesia del reverendo doctor Drummummupp,
donde un domingo, a la hora del sermón, me encontré no solamente instalado en uno de los
bancos, sino al lado de mi muy meritoria y comunicativa amiga Miss Tabitha T. Apenas la
descubrí, me congratulé por el buen cariz que tomaban mis asuntos, y no me faltaba razón,
ya que si alguien sabía alguna cosa sobre el brigadier general honorario John A. B. C.
Smith, esa persona era Mis Tabitha T. Nos telegrafiamos unas cuantas señales y
empezamos sotto voce un animado tête-à-tête.
—¿Smith? —dijo ella, en respuesta a mi ansiosa pregunta—. ¿Querrá usted decir el
general A. B. C.? ¡Dios me asista, hubiera jurado que estaba al tanto de todo! ¡Un episodio
tan horrible! ¡Ah, esos kickapoos, qué monstruos sanguinarios! Sí, luchó como un héroe...
prodigios de valor... renombre inmortal. ¡Smith! ¡Brigadier general honorario John A. B.
C.! Vamos, bien sabe usted que se trata del hombre que...
—¡El hombre —gritó el doctor Drummummupp con todas sus fuerzas, y con un
puñetazo que estuvo a punto de romper el pulpito—, que ha nacido de mujer, sólo vivirá
poco tiempo; así como crece, así es cortado como una flor!
Me apresuré a correrme al extremo del banco, advirtiendo por las miradas que me
echaba el predicador que la cólera, poco menos que fatal para el pulpito, provenía de los
murmullos entre la dama y yo. No había nada que hacerle; me sometí, pues,
resignadamente, y escuché envuelto en el martirio de un silencio digno el resto de aquel
importantísimo discurso.
A la noche siguiente acudí algo tarde al teatro Rantipole, donde estaba seguro de
satisfacer inmediatamente mi curiosidad mediante el simple expediente de entrar al palco
de aquellas exquisitas muestras de afabilidad y omnisciencia, las señoritas Arabella y
Miranda Cognoscenti. El notable trágico Climax representaba a Yago ante un público
numeroso, y me costó algún trabajo hacerme entender, máxime cuando nuestro palco estaba
casi suspendido sobre la escena.
—¡Smith! —dijo Miss Arabella, que por fin comprendió mi pregunta—. ¡Smith! ¿El
general John A. B. C.?