ni rudeza ni fragilidad. Imposible imaginar una curva más graciosa que la del os femoris; ni
siquiera faltaba la suave prominencia de la parte posterior de la fibula, que contribuye a la
conformación de una pantorrilla debidamente proporcionada. Hubiera pedido a los dioses
que a mi amigo y talentoso escultor Chiponchipino le fuera dado contemplar las piernas del
brigadier general honorario John A. B. C. Smith.
Empero, aunque los hombres tan apuestos no abundan tanto como las razones o las
zarzamoras, me resultaba imposible creer que lo notable a que he aludido, ese extrañó je ne
sais quoi que envolvía a mi reciente conocido, procediera tan sólo de la acabada perfección
de sus dones corporales. Quizá emanara de su actitud, pero tampoco en esto puedo ser
demasiado afirmativo. Había un estiramiento, por no decir rigidez, en su actitud, un grado
de precisión mesurada y, si se me permite decirlo así, rectangular, en todos sus
movimientos, que en una persona más pequeña hubiera parecido lamentable afectación o
pomposidad, pero que en un caballero de las dimensiones del general no podía atribuirse
más que a reserva, a hauteur y, en una palabra, al loable sentido de lo que corresponde a la
dignidad de las proporciones colosales.
El excelente amigo que me presentó al general Smith me dijo al oído algunas frases
elogiosas sobre el militar. Era un hombre notable, muy notable, y en realidad uno de los
más notables de la época. Gozaba de especial favor ante las damas, sobre todo por su alta
reputación de hombre valeroso.
—En ese terreno es insuperable. No hay nadie más temerario que él. Un verdadero
paladín, sin la menor duda —dijo mi amigo con un susurro, llenándome de excitación por
el misterio que había en su voz.
—Sí, un paladín completo, a no dudarlo. Y lo demostró, a fe mía, durante la última y
terrible lucha en los pantanos del sud, contra los indios cocos y los kickapoos. (Aquí mi
amigo abrió mucho los ojos.) ¡Dios me asista! ¡Cuánta sangre, pólvora... todo lo
imaginable! ¡Prodigios de valor! Supongo que ha oído usted hablar de él... Probablemente
no ignora que es el hombre que...
—¡Vaya, vaya! ¿Cómo está usted? ¿Cómo le va? ¡Cuánto me alegro de encontrarlo! —
lo interrumpió en ese momento el general en persona, tomando del brazo a mi amigo e
inclinándose rígida pero profundamente cuando le fui presentado.
Pensé en aquel momento (y lo sigo pensando) que jamás había escuchado una voz tan
clara y resonante, ni contemplado semejante dentadura. Pero debo reconocer que lamenté
que nos hubiera interrumpido justamente cuando, después de los murmullos y las
insinuaciones que anteceden, me sentía interesadísimo por el héroe de la campaña contra
los cocos y los kickapoos.
Empero, la deliciosa y brillante conversación del brigadier general honorario John A.
B. C. Smith no tardó en disipar completamente mi disgusto. Como nuestro amigo se
marchó casi de inmediato, sostuvimos un largo tête-à-tête, y no sólo quedé muy
complacido sino que aprendí muchas cosas. Jamás he oído a un narrador más fluido, ni a un
hombre más informado. Con loable modestia, sin embargo, se abstuvo de tocar el tema que
más me apasionaba —aludo a las misteriosas circunstancias referentes a la guerra contra los
cocos—, y por mi parte, una delicadeza que considero oportuna me vedó mencionar la
cuestión, pese a que me sentía tentadísimo de hacerlo. Noté asimismo que el valeroso
militar prefería los tópicos de interés filosófico y que se complacía especialmente en
comentar el rápido progreso de las inv [