—¡Ejem... ejem... no me parece una conducta muy correcta, que digamos! —dijo el
bulto con una vocecilla tan débil como curiosa, algo entre chirrido y silbido.
Grité de terror y huí diagonalmente hasta refugiarme en el rincón más alejado del
dormitorio.
—¡Mi estimado amigo! —volvió a silbar el bulto—. ¿Qué... qué... qué cosa le sucede?
¡Hasta creería que no me reconoce usted!
¿Qué podía yo contestar a eso? Tambaleándome, me dejé caer en un sillón y, con la
boca abierta y los ojos fuera de las órbitas, esperé la solución de aquel enigma.
—No deja de ser raro que no me haya reconocido, ¿verdad? —insistió la indescriptible
cosa, que, según alcancé a ver, estaba efectuando en el suelo unos movimientos
inexplicables, bastante parecidos a los de ponerse una media. Pero sólo se veía una p