puesta sobre la mesa, parecía imaginar que tenía derecho a alguna especial consideración.
Sin duda se sentía profundamente orgulloso de cada pulgada de su persona, pero se
esmeraba especialmente en llamar la atención sobre su abigarrado levitón. No poco dinero
le habría costado este último, que le sentaba admirablemente, pues estaba hecho con una de
esas fundas de seda bordada que en Inglaterra y otras partes sirven para cubrir los escudos
que se cuelgan en lugares visibles cuando ha muerto algún miembro de una casa
aristocrática.
A su lado, y a la derecha del presente, veíase a un caballero con largas calzas blancas y
calzones de algodón. Estremecíase de la manera más ridícula, como si sufriera un acceso de
lo que Tarpaulin llamaba «los espantos». Su mentón, recién afeitado, estaba apretadamente
sujeto por un vendaje de muselina, y sus brazos, igualmente atados por las muñecas, no le
permitían servirse a gusto de los licores de la mesa, precaución que Patas encontró muy
acertada en vista del aire embrutecido y avinado de su fisonomía. De todas maneras, las
inmensas orejas de aquel personaje, que por lo visto no era posible sujetar como el resto de
su cuerpo, se proyectaban en el espacio y, cada vez que alguien descorchaba una botella, se
estremecían como en un espasmo.
Frente a él, sexto y último de la reunión, veíase a un personaje extrañamente rígido,
atacado de parálisis, quien debía sentirse sumamente incómodo dentro de sus vestiduras. En
efecto, su único atavío lo constituía un flamante y hermoso ataúd de caoba. Su parte
superior apretaba la cabeza de quien lo vestía, extendiéndose hacia adelante como una
caperuza, y daba a su rostro un aire indescriptiblemente interesante. A los lados del ataúd se
habían practicado agujeros para los brazos, teniendo en cuenta tanto la elegancia como la
comodidad; pero aquel traje impedía a su propietario mantenerse tan erguido como sus
compañeros; y mientras yacía reclinado contra su soporte, en un ángulo de cuarenta y cinco
grados, un par de enormes ojos protuberantes giraban sus terribles globos blanquecinos
hacia el techo, como si estuvieran estupefactos de su propia enormidad.
Frente a cada uno de los presentes veíase una calavera que servía de copa. De lo alto
colgaba un esqueleto, atado por una pierna a una soga sujeta en un gancho del techo. La
otra pierna, suelta, se apartaba del cuerpo en ángulo recto, haciendo que aquella masa
crujiente girara y se balanceara a cada ráfaga de viento que penetraba en la estancia. En el
cráneo de tan horribles restos había carbones encendidos, que arrojaban una luz vacilante
pero intensa sobre la escena; en cuanto a los ataúdes y otros implementos propios de una
empresa de pompas fúnebres, habían sido apilados en torno de la habitación y contra las
ventanas, impidiendo que el menor rayo de luz escapara a la calle.
A la vista de tan extraordinaria asamblea y de sus atavíos no menos extraordinarios,
nuestros dos marinos no se condujeron con el decoro que cabía esperar. Apoyándose en la
pared que tenía más próxima, Patas dejó caer más de lo acostumbrado su mandíbula
inferior, mientras abría los ojos hasta que alcanzaron el diámetro máximo mientras Hugh
Tarpaulin, agachándose hasta que su nariz quedó al nivel de la mesa, apoyó las palmas de
las manos en las rodillas y estalló en un mar de carcajadas tan agudas, sonoras y
estrepitosas como fuera de lugar y descomedidas.
No obstante, sin ofenderse por tan grosera conducta, el alto presidente dirigió una
afable sonrisa a los intrusos, saludándolos muy dignamente con un movimiento de las
plumas de la cabeza; tras de lo cual, levantándose, los tomó del brazo y los condujo a un
asiento que otros de los presentes habían preparado para ellos. Patas no ofreció la menor
resistencia y se instaló como le indicaron, pero el galante Hugh, llevando su caballete de
ataúd desde donde lo habían puesto hasta un lugar próximo a la jovencita tísica de la