en cuyo centro surgía un enorme cubo de algo que parecía punch. Profusamente
desparramadas en torno aparecían botellas de diversos vinos y cordiales, así como jarros,
tazas y frascos de todas formas y calidades. Sentados sobre soportes de ataúdes veíase a
seis personas alrededor de la mesa. Trataré de describirlas una por una.
De frente a la entrada y algo más elevado que sus compañeros sentábase un personaje
que parecía presidir la mesa.
Era tan alto como flaco, y Patas se quedó confundido al ver a alguien más descarnado
que él. Tenía un rostro amarillo como el azafrán, pero, salvo un rasgo, sus facciones no
estaban lo bastante definidas como para merecer descripción. El rasgo notable consistía en
una frente tan insólita y horriblemente elevada, que daba la impresión de un bonete o una
corona de carne encima de la verdadera cabeza. Su boca tenía un mohín y un pliegue de
espectral afabilidad, y sus ojos —como los de todos los presentes— estaban fijos y
vidriosos por los vapores de la embriaguez. Este caballero hallábase envuelto de pies a
cabeza en un paño mortuorio de terciopelo negro ricamente bordado, que caía en pliegues
negligentes como si fuera una capa española. Tenía la cabeza llena de plumas como las que
se ponen a los caballos en las carrozas fúnebres, y las agitaba a un lado y otro con aire tan
garboso como entendido; sostenía en la mano derecha un enorme fémur humano, con el
cual parecía haber estado apaleando a alguno del grupo por cualquier fruslería.
Frente a él, y dando la espalda a la puerta, veíase a una dama cuya extraordinaria
apariencia no le iba a la zaga. Aunque casi tan alta como la persona descrita, no podía
quejarse de una flacura anormal. Al contrario, hallábase por lo visto en el último grado de
hidropesía y su cuerpo se asemejaba extraordinariamente a la enorme pipa de cerveza que,
saltada la tapa, aparecía cerca de ella en un ángulo del aposento. Aquella señora tenía el
rostro perfectamente redondo, rojo y relleno, y presentaba la misma peculiaridad (o, más
bien, falta de peculiaridad) que mencionamos en el caso del presidente; vale decir que tan
sólo uno de sus rasgos alcanzaba a distinguirse claramente en su cara. El sagaz Tarpaulin
no había dejado de notar que la misma observación podía aplicarse a todos los asistentes a
la fiesta, pues cada uno parecía poseer el monopolio de una determinada porción del rostro.
En la dama de quien hablamos, se trataba de la boca. Comenzando en la oreja derecha
abríase en un terrorífico abismo hasta la izquierda, al punto que los cortos aros que llevaba
se le metían todo el tiempo en la abertura. Esforzábase, sin embargo, por mantenerla
cerrada, adoptando un aire de gran dignidad. Su vestido consistía en una mortaja recién
planchada y almidonada que le llegaba hasta la barbilla, cerrándose en un volante rizado de
muselina de algodón.
Sentábase a su derecha una jovencita minúscula, a quien la dama parecía proteger. Esta
delicada y frágil criatura daba evidentes señales de una tisis galopante a juzgar por el
temblor de sus descarnados dedos, la lívida coloración de sus labios y las manchas héticas
que aparecían en su piel terrosa. Pese a ello, en toda su figura se advertía un extremado
haut ton; lucía con un aire tan gracioso como negligente un ancho y hermoso sudario del
más fino linón de la India; el cabello le colgaba en bucles sobre el cuello, y había en su
boca una suave sonrisa