saqueadores solían retroceder aterrados por la atmósfera que sus propias depredaciones
habían creado; así, el circuito estaba entregado por completo a la más lúgubre melancolía,
al silencio, a la pestilencia y a la muerte.
En una de aquellas aterradoras barreras que señalaban el comienzo de la región
condenada viéronse súbitamente detenidos Patas y el digno Hugh Tarpaulin en el curso de
su carrera callejuelas abajo. Imposible era retroceder y tampoco perder un segundo, pues
sus perseguidores les pisaban los talones. Pero, para lobos de mar como ellos, trepar por
aquellas toscas planchas de madera era cosa de juego; excitados por la doble razón del
ejercicio y del licor, escalaron en un santiamén la valla y, animándose en su carrera de
borrachos con gritos y juramentos, no tardaron en perderse en el fétido e intrincado
laberinto.
De no haber estado borrachos perdidos, sus tambaleantes pasos se hubieran visto muy
pronto paralizados por el horror de su situación. El aire era helado y brumoso. Las piedras
del pavimento, arrancadas de sus alvéolos, aparecían en montones entre los pastos crecidos,
que llegaban más arriba de los tobillos. Casas demolidas ocupaban las calles. Los hedores
más fétidos y ponzoñosos lo invadían todo; y con ayuda de esa luz espectral que, aun a
medianoche, no deja nunca de emanar de toda atmósfera pestilencial, era posible columbrar
en los atajos y callejones