Varias y llenas de incidentes habían sido las peregrinaciones de aquella meritoria pareja
durante las primeras horas de la noche, por las diferentes tabernas de la vecindad. Pero ni
las mayores fortunas duran siempre, y nuestros amigos se habían aventurado en este último
salón con los bolsillos vacíos.
En el momento en que empieza esta historia, Patas y su camarada Hugh Tarpaulin93
hallábanse instalados con los codos sobre la gran mesa de roble del centro de la sala, y las
manos en las mejillas. Más allá de un gran frasco de cerveza (sin pagar), contemplaban las
ominosas palabras: «No se da crédito», que para su indignación y asombro, habían sido
garrapateadas en la puerta mediante el mismísimo mineral cuya presencia pretendían
negar94. Lejos estamos de pretender que el don de descifrar caracteres escritos —don que
en aquellos días se consideraba apenas menos cabalístico que el arte de trazarlos— hubiera
sido conferido a nuestros dos hijos del mar; pero la verdad es que en aquellas letras había
cierto carácter retorcido, ciertos bandazos de sotavento totalmente indescriptibles pero que,
en opinión de ambos marinos, presagiaban abundancia de mal tiempo, y que los
determinaron al unísono, conforme a las metafóricas expresiones de Patas, a «darle a las
bombas, arriar todo el trapo y largarse viento en popa».
Habiendo, pues, apurado la cerveza que quedaba, y abotonados apretadamente sus
cortos jubones, se lanzaron ambos a toda carrera hacia la puerta. Aunque Tarpaulin rodó
dos veces en la chimenea, confundiéndola con la salida, acabaron por escabullirse
felizmente, y media hora después de las doce, nuestros héroes estaban otra vez prontos a
cualquier travesura, huyendo a toda carrera por una oscura calleja rumbo a St. Andrews’
Stair, encarnizadamente perseguidos por la huéspeda del «Alegre Marinero».
En los tiempos de este memorable relato, así como muchos años antes y muchos
después, en toda Inglaterra, y especialmente en Londres, resonaba periódicamente el
espantoso clamor de: «¡La peste!» La ciudad había quedado muy despoblada, y en las
horribles regiones vecinas al Támesis, donde entre tenebrosas, angostas e inmundas
callejuelas y pasajes parecía haber nacido el Demonio de la Enfermedad, erraban tan sólo el
Temor, el Horror y la Superstición.
Por orden del rey aquellos distritos habían sido condenados, y se prohibía, bajo pena de
muerte, penetrar en sus espantosas soledades. Empero, el mandato del monarca, las barreras
erigidas a la entrada de las calles y, sobre todo, el peligro de una muerte atroz que con casi
absoluta seguridad se adueñaba del infeliz que osara la aventura, no podían impedir que las
casas, vacías y desamuebladas, fueran saqueadas noche a noche por quienes buscaban el
hierro, el bronce o el plomo, que podía luego venderse ventajosamente.
Lo que es más, cada vez que al llegar el invierno se abrían las barreras, comprobábase
que los cerrojos, las cadenas y los sótanos secretos habían servido de poco para proteger los
ricos depósitos de vinos y licores que, teniendo en cuenta el riesgo y la dificultad de todo
traslado, fueran dejados bajo tan insuficiente custodia por los comerciantes de alcoholes de
aquellas barriadas.
Pocos, sin embargo, entre aquellos empavorecidos ciudadanos atribuían los pillajes a la
mano del hombre. Los demonios populares del mal eran los espíritus de la peste, los dueños
de la plaga y los diablos de la fiebre; contábanse historias tan escalofriantes, que aquella
masa de edificios prohibidos terminó envuelta en el terror como en una mortaja, y hasta los
93
Tarpaulin, lienzo o sombrero encerado, y también marinero. (N. del T.)
Juego de palabras intraducibie. El letrero dice: «No chalk», literalmente: No tiza, o sea la negativa a
llevar cuentas, a dar crédito. (N. del T.)
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