veinte minutos sólo había dormido tres, ya que eran las seis menos veintisiete. Volví a
dormirme, y al despertar comprobé con estupefacción que todavía eran las seis menos
veintisiete. Corrí a examinar el reloj, descubriendo que estaba parado. Mi reloj de bolsillo
no tardó en informarme que eran las siete y media y, por consiguiente, demasiado tarde
para la cita.
—No será nada —me dije—. Mañana por la mañana me presentaré en la oficina y me
excusaré. Pero, entretanto, ¿qué le ha ocurrido al reloj?
Al examinarlo descubrí que uno de los cabos del racimo de pasas que había estado
desparramando a capirotazos durante el discurso del Ángel de lo Singular había
aprovechado la rotura del cristal para alojarse —de manera bastante singular— en el
orificio de la llave, de modo que su extremo, al sobresalir de la esfera, había detenido el
movimiento del minutero.
—¡Ah, ya veo! —exclamé—. La cosa es clarísima. Un accidente muy natural, como los
que ocurren a veces.
Dejé de preocuparme del asunto y a la hora habitual me fui a la cama. Luego de colocar
una bujía en una mesilla de lectura a la cabecera, y de intentar la lectura de algunas páginas
de la Omnipresencia de la Deidad, me quedé i nfortunadamente dormido en menos de
veinte segundos, dejando la vela encendida.
Mis sueños se vieron aterradoramente perturbados por visiones del Ángel de lo
Singular. Me pareció que se agazapaba a los pies del lecho, apartando las cortinas, y que
con las huecas y detestables resonancias de una pipa de ron me amenazaba con su más
terrible venganza por el desdén con que lo había tratado. Concluyó una larga arenga
quitándose su gorro-embudo, insertándomelo en el gaznate e inundándome con un océano
de Kirschenwasser, que manaba a torrentes de una de las largas botellas que le servían de
brazos. Mi agonía se hizo, por fin, insoportable y desperté a tiempo para percibir que una
rata se había apoderado de la bujía encendida en la mesilla, pero no a tiempo de impedirle
que se metiera con ella en su cueva. Muy pronto asaltó mis narices un olor tan fuerte como
sofocante; me di cuenta de que la casa se había incendiado, y pocos minutos más tarde las
llamas surgieron violentamente, tanto, que en un período increíblemente corto el entero
edificio fue presa del fuego.
Toda salida de mis habitaciones había quedado cortada, salvo una ventana. La multitud
reunida abajo no tardó en procurarme una larga escala. Descendía por ella rápidamente
sano y salvo cuando a un enorme cerdo (en cuya redonda barriga, así como en todo su aire
y fisonomía, había algo que me recordaba al Ángel de lo Singular) se le ocurrió interrumpir
el tranquilo sueño de que gozaba en un charco de barro y descubrir que le agradaría
rascarse el lomo, no encontrando mejor lugar para hacerlo que el ofrecido por el pie de la
escala. Un segundo después caía yo desde lo alto, con la mala fortuna de quebrarme un
brazo.
Aquel accidente, junto con la pérdida de mi seguro y la más grave del cabello
(totalmente consumido por el fuego), predispuso mi espíritu a las cosas serias, por lo cual
me decidí finalmente a casarme.
Había una viuda rica, desconsolada por la pérdida de su séptimo marido, y ofrecí el
bálsamo de mis promesas a las heridas de su espíritu. Llena de vacilaciones, cedió a mis
ruegos. Arrodilléme a sus pies, envuelto en gratitud y adoración. Sonrojóse, mientras sus
larguísimas trenzas se mezclaban por un momento con los cabellos que el arte de Grandjean
me había proporcionado temporariamente. No sé cómo se enredaron nuestros cabellos pero
así ocurrió. Levánteme con una reluciente calva y sin peluca, mientras ella ahogándose con